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A entrambos lados de ella hasta media docena de sillas, no más nuevas ni más limpias, que servían para la decoración de «sala probremente amueblada». El teatro hervía ya de gente. El escenario permanecía aún desierto. Estaban casi en tinieblas. Sólo por un tragaluz de vidrios empolvados abierto allá en el fondo de la escena, despojada del telón de foro, penetraba escasísima claridad.

No había allí estatuas de mármol, ni custodias doradas, ni ricos vidrios ni cuadros raros; solamente las cuatro paredes húmedas y agrietadas, el tragaluz abierto por el que entraban libremente el viento, la lluvia y la nieve o, a veces, un cálido rayo de sol y la imagen argentina de la luna o de la estrella de los marinos; la puerta maciza como la de una cárcel, abierta día y noche en el camino solitario sin temor de que nadie encontrase nada que meter en las alforjas; unos bancos de piedra incrustados en el suelo apisonado y alineados enfrente de un altar de madera carcomida en el que se mostraba una grosera imagen de la Virgen niña, apoyada en la falda de su madre, dos figuras angulosas y tiesas, pero a las que el pintor primitivo, a falta de genio, había dado una suavidad divina.

El cabello negro y áspero tenía bastantes canas, y generalmente se veía la potente cabeza apoyada en una mano negra, tostada, cuyas venas retorcidas y tendones y músculos recordaban la mano que D. Quijote enseñó a Maritornes cuando lo colgaron del tragaluz de la venta. En un velador cercano tenía el guerrillero medicinas que tomaba cartas que leía, tabaco, un libro, un rosario y una pistola.

Sabía lo que era el amor entre los blancos tabiques de un camarote, y quería continuar, fuese con quien fuese, los encuentros de pasión en una de estas cajas de madera, sonando a sus pies el abejorreo de la máquina, oyendo junto al tragaluz el chapoteo de la ola perezosa. Esta mujer venía a él, hermoseada por la noche, humilde y sumisa como una esclava de guerra... ¡tanto mejor!...

Ya le parecía que por ventanas y puertas entraba una horda de facinerosos armados de puñales, pistolas, cuerdas y otros instrumentos horribles. Cierra bien. Apaga esa luz. ¿Si se irán á entrar por esa ventana? dijo señalando un tragaluz por donde el gato, que tanto respeto inspiraba al señor de Batilo, entraba con dificultad. Aquel tragaluz daba á un patio perteneciente á la misma casa.

Doña Lupe le rogó varias veces que fuese a ver a Maximiliano, que continuaba encerrado en su cuarto, y le daban la comida por un tragaluz, no atreviéndose a entrar ni la señora ni Papitos, porque los aullidos que daba el infeliz eran señal de agitación insana y peligrosa.

Su sueño fué de una sola pieza, lóbrego y completo, sin sobresaltos ni visiones. Cuando creía que sólo iban transcurridos unos minutos, despertó violentamente, lo mismo que si alguien le empujase. En la sombra se destacaba el vidrio redondo del tragaluz, tenuemente azul, velado por la humedad del rocío marítimo, lo mismo que una pupila lacrimosa. Estaba amaneciendo.

Mucho peligro. Le acechan á usted. Yo he venido acompañado, por temor de tener algún encuentro. Pero no tema usted. He traído bastante gente y estamos seguros. Ahora mismo se van á marchar ustedes. ¿Y saldremos ahora mismo? dijo Clara con alegría, esperando no ver más aquel tragaluz y dejar para siempre á Madrid. , ahora mismo.

Se verían en el camarote de Fernando; lo había pensado aquella misma tarde, pero esperaba la proposición. Tenía deseos de visitarlo. Era indudablemente mejor que el suyo: un camarote en la cubierta de lujo y con ventana grande en vez de tragaluz redondo de los de abajo. Convenido: esta noche iré, después de las doce. Deja abierta la puerta.

Avanzó por el pasadizo que conducía a los departamentos de lujo en el mismo piso del comedor. Marchó con seguridad sobre la mullida alfombra hasta las proximidades de su propio camarote, pero al torcer con dirección al de Maud, fue adelantando cautelosamente, como el que acude a una cita amorosa y teme ser visto. Al final de un breve corredor, junto a un tragaluz, estaba la puerta de Mrs.