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Era más grande que el suyo; el techo más alto, y sobre todo, en vez del tragaluz redondo, tenía ventana, una verdadera ventana como las de las construcciones terrestres. Saltó sobre el diván para sentarse en el alféizar de ella, sacando parte de su cuerpo fuera del buque.

Muchas guardaban aún sus mostradores de piedra y sus tinajas de barro. Los edificios particulares carecían de fachada. Sus muros exteriores eran lisos, inabordables, con algún que otro tragaluz enrejado y alto, lo mismo que en los palacios de Oriente.

Un tragaluz abierto en lo alto y que daba a la calle, le proporcionó cuando menos la satisfacción de ver a través de las rejas de hierro el tejado de su casa. Fácilmente le fue concedido este favor, y quedó instalado definitivamente bajo las negras tejas del edificio, teniendo por cama dos tablas de madera únicamente.

Por la mañana, en la bahía de Río Janeiro, habían tenido que hacer esfuerzos los enfermeros para sostenerle en la cama. Quiso huir apenas notó la inmovilidad del buque. ¡Ya habían llegado a Buenos Aires! Y el panorama de la vecina ciudad entrevisto por un tragaluz al incorporarse en el lecho, había servido para aumentar su desesperación.

Poca cosa dijo Tres Pesetas, que era el más atrevido. No más que abrirle un tragaluz en la barriga pa que salgan á misa las asaúras. Vamos, marchaos á vuestras casas dijo el militar con mucha entereza: yo le defiendo. ¿Usía? , yo. Marchaos, yo respondo de él. Pues sino ize ¡viva la...! ¡viva la Constitución! exclamaron todos á la vez, menos Calleja, que se estaba riendo como un idiota.

Tuvo la idea mi madre de servirse de aquel medio para comunicarse con el prisionero. Algunos días se estuvo ejercitando en su habitación tirando el arco, y cuando ya estuvo bien diestra, ató a la flecha un hilo, disparó hacia el tragaluz del convento, y mi padre, al ver la flecha y el hilo, tiró de éste, y llegó una carta a sus manos.

Un poco más tarde, Clara, que miraba con recelo aquel tragaluz maldecido, se estremeció con horrible sacudimiento, dió un grito muy agudo y sus ojos expresaron el pavor más grande. ¿Qué tienes, qué hay? dijo Lázaro con sobresalto. Clara, tal vez dominada por el miedo, había creído ver instantáneamente en el tragaluz los ojos vivos, la nariz puntiaguda de Elías Orejón, su tirano y protector.

Mirando a lo alto, se encontraban con la boca de un tubo enorme que subía y subía, pulido y circular como el interior de un telescopio, con gran parte de su redondez de intestino sumida en la obscuridad y un débil resplandor de tragaluz allá en lo alto, junto a la boca curva e invisible. Era un ventilador de los que alzaban sus trombones amarillos sobre las diversas cubiertas.

Fernando creyó morir entre la alfombra y los muelles del diván incrustados en su espalda. El calor era sofocante en este encierro, lejos del ventilador y de la brisa que entraba por el tragaluz. Apenas quedó acoplado en tal in pace, sintió que le dolían todas las articulaciones y que su pecho se aplastaba contra el entarimado como si fuese a romperse.

Unas tablas mal unidas por cruces de maderos que les servían de refuerzo cerraban la puerta, la ventana y el tragaluz. No había ni un cristal en la torre. Aún era verano, y Febrer, indeciso sobre su destino, o más bien indiferente, dejaba los trabajos de una instalación definitiva para más adelante. Le parecía hermoso y seductor este retiro, a pesar de su rudeza.