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Desalentado, en un momento de cansancio y de debilidad, me tendí al sol y quedé dormitando. Me despertó una voz y el ruido de los remos. Una trainera llegaba en mi auxilio. En ella venía Agapito, el novio de Genoveva, y otros marineros. Al verme tendido se asustaron, creyéndome muerto. Unos chicos de un bote contaron espantados en Lúzaro que habían visto fuego en Frayburu.

¡Parda!... ¡Garbosa!... ¡Salia!... ¡No me llevéis la Salia!... Agapito, por tu madre... ¡no me lleves la Salia! Pero cuando vio marchar una hermosa novilla, que era su favorita, no pudo contenerse. Corrió a ella y se agarró con todas sus fuerzas a los cuernos.

Familia no la tenían, pues sus padres habían muerto, y Agapito o Agapo, como familiarmente le decían, no era para ellos un hermano, sino un pilluelo que vivía en medio de la calle, a quien no se le veía sino cuando se presentaba a pedir dinero, aporreado siempre y harapiento.

Dimos la primera vuelta, pasando por el sitio donde había zozobrado la lancha, y recogimos dos náufragos; luego volvimos a dar otra vuelta y pudimos salvar otro; a la tercera vuelta, no encontramos a nadie. Faltaban Agapito, el novio de Genoveva, y tres muchachos más. Nuestros remeros estaban rendidos. Nos acercamos a las puntas, y el atalayero con la bocina nos mandó detenernos.

A algunos, a don Rosendo, a don Mateo, a don Pedro Miranda y al alcalde don Roque, ya Gonzalo les había saludado la noche anterior. Pero estaban allí además Gabino Maza, don Feliciano Gómez, el ingeniero francés M. Delaunay, Alvaro Peña, Marín, don Lorenzo, don Agapito y otros cinco o seis señores, que se levantaron para abrazarle.

La conducta de Machín la dejó asombrada, y la muerte de Agapito la impresionó por el pesar que produciría a Genoveva. Mary y yo fuimos los encargados de comunicar a la muchacha la triste noticia. Vino con nosotros una hermana de Agapito, que estaba sirviendo en Lúzaro. Al llegar al faro, Genoveva salió a abrirnos, y al vernos a los tres comprendió rápidamente lo que pasaba y se alejó llorando.

Efectivamente; cuando empezó la música, yo fui el primero en sacar a bailar a Mary. Después de la charanga comenzó a tocar el tamboril. Genoveva miraba a Agapito melancólicamente con el rabillo del ojo; yo me acerqué a él, y dándole un empujón, le dije: Anda, no seas tonto; sácala a bailar. El se decidió. Agapito bailaba ex cáthedra.

Mary, mi novia, les instó a Agapito y a sus amigos a que se acercaran a Frayburu, suponiendo que quizá fuera yo el que me encontraba en el peñasco. No quise decir quién había sido mi secuestrador; pero todo el mundo lo comprendió. Los de la lancha me dijeron que me limpiara la frente, pues la tenía manchada de gotas de sangre por los pinchazos de las zarzas.

El cochero de don Agapito los había echado a perder enteramente; sobre todo el Gallardo, el de la izquierda, ¿sabe usted? un poco más obscuro que el otro... Aquél era una cosa perdida. Si cae en otras manos, a estas horas no vale dos pesetas. Hoy es mejor que el otro todavía... Cuestión de paciencia, ¿sabe usted? añadió con fingida modestia.

Después de cada baile, en que yo me cubría de gloria con gran risa de Mary, dábamos una vuelta por la Alameda. Quenoveva encajó toda su chiquillería a un pariente; la Cashilda dejó a su niño, el futuro antropólogo, en casa, y fuimos luego Quenoveva con Agapito, la Cashilda, Mary y yo a dar un último paseo al Rompeolas. Esta es la costumbre clásica de Lúzaro.