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Veía en la incoherencia de su adormilado pensamiento a los parientes del obispo incitándolo a que entrase en el baile. «Monseñor: el mar... es el marVeía a Maltrana apostrofando al Océano, el gran tentador: «Galeoto de mostachos de algas... Celestina de arrugas verdes». Y lo mismo que él, repetía: «Seamos miserables. Ya nos purificaremos al bajar a tierra».

¿Dónde está el novio? preguntó después monseñor con su voz clara y pastosa de orador. Eso es, ¿dónde está el novio? preguntaron algunos dirigiendo miradas en torno. ¿Dónde está Gonzalo? ¿donde está Gonzalo? repitieron otros. Al fin se le halló en un gabinete solitario sentado, con la cabeza entre las manos.

Cerca de este grupo majestuoso, y buscando su contacto, estaban otras damas, a las que llamaba Maltrana «aspirantes a pingüinos». Eran la esposa y las niñas de Goycochea el español, la señora del millonario italiano, cuyo collar de perlas rivalizaba en valor y continuas exhibiciones con el de la mujer del banquero, sus hijas, la institutriz inglesa y toda la familia de la Boca que traía a su costa a Monseñor.

Este hermano, monseñor el abate de V *, había sido sucesivamente en la corte de Luis XVIII, y más tarde en la de Carlos X, uno de los prelados que gozaban de más influencia; y sabido es hasta dónde llegaba en aquella época el poder del clero.

Y, no obstante, continuó leyendo en voz alta los siguientes párrafos del billete: «Pero si el Cielo, si mi ángel bueno, si la felicidad de toda mi vida hicieran que me contestase: , amo a usted... ¡Ah! está mal lo que voy a decirle, y con razón me colmará usted de reproches y maldiciones; pero entonces, monseñor, no habrá poder en el mundo que me impida ser suya y sacrificárselo todo... Todo lo arrostraría, hasta la cólera de usted... Porque, en definitiva, ¿qué podría usted contra ? ¿Hacerme morir? ¿Y qué me importaría la muerte, si había sido amada

La ceremonia tuvo lugar a las ocho de la mañana, habiendo asistido a ella el gobernador y su esposa, el ayudante de campo del gobernador, la marquesa de la Pierre y sus cuatro hijas, el señor conde de Maistre, M. de Vignet y la señorita Olimpia, su hermana, y monseñor el obispo de Annecy; celebró la misa y consagró el matrimonio el abate de Etioles.

¿Comprendéis?... Hasta allí Sara vivió halagada secretamente por la admiración que sus aptitudes de artista inspiraron á «monseñor», y pensando: «El cree en mi talento y se acuerda de ». Pero el bondadoso anciano ya había muerto: cerráronse sus ojos á la luz, tinieblas perdurables invadieron su memoria, y de su cerebro huyó con la vida el recuerdo de Sara.

Algunas veces, ninguno de los dos campos se decidía a ir en busca del otro, y los encuentros eran en terreno neutral, en el grupo de las «aspirantes», donde tomaba asiento la familia italiana de la Boca con su obispo. ¡Adorado Monseñor! Las damas del país intermedio lo miraban como una gloria propia.

Pero á última hora la pequeña Sara intervino en la representación, y declamó su papel con tan sincera emoción y tan acabado arte, que «monseñor», maravillado, hubo de felicitarla. La futura actriz, fuera de , loca de alegría, vibrando de orgullo, rompió á llorar. Transcurrieron muchos meses, y aquella emoción purísima perduraba en la niña, y bañaba en luz radiante su almita ambiciosa.

Y abandonó París, de noche, con gran misterio, porque todos sus pasos eran espiados y temía que si adivinaban el objeto de su viaje le impidieran la marcha. Momentos antes escribió una carta a Judit diciéndole tan sólo que la dejaba por algunos días; pero esta carta, a pesar de ser insignificante, fue interceptada y no llegó a su destino. El prefecto de policía estaba a las órdenes de monseñor.