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Estaba invitado a almorzar en Valldemosa. «¡ArribaLa mañana era de las mejores de primavera; en el jardín de la casa chillaban a coro los pájaros sobre las ramas florecientes, mecidas por la brisa que enviaba el vecino mar por encima de la muralla. La criada se fue, camino de la cocina, al ver que el señor se decidía al fin a echarse fuera de la cama.

Se cuenta que el maestro Raimundico era escéptico por naturaleza; dudaba mucho de todo y apenas se decidía a formar juicios, sin examinar antes detenidamente las cosas y enterarse bien de ellas. Sobre su hijo hacía tiempo que tenía su juicio en suspenso, sin decidir si el chico era discreto o tonto. Tratar de ponerlo en claro era uno de los propósitos que tuvo al llamarle al lugar.

En el momento de ser pronunciado el «» irrevocable que decidía la suerte de Magdalena y la mía, el rumor de un suspiro ahogado me arrancó del estupor en que estaba sumido. Era que Julia sollozaba, oculto el rostro con el pañuelo. Por la noche estaba más triste aún, si cabe, pero hacía esfuerzos sobrehumanos para disimular delante de su hermana. ¡Qué niña tan extraña era entonces!

¡Por eso, anoche...! balbuceó Momoy. ¿Anoche? repitió Sensia entre curiosa y celosa. Momoy no se decidía, pero la cara que le puso Sensia le quitó el miedo. Anoche, mientras cenábamos, hubo un alboroto; la luz se apagó en el comedor del General. Dicen que un desconocido robó lámpara que había regalado Simoun. ¿Un ladron? ¿Uno de la Mano Negra? Isagani se levantó y se puso á pasear.

Allí administraba justicia, decidía la suerte de las familias, arreglaba la vida de los pueblos; todo con pocas y enérgicas palabras, como un rey moro de los que en aquella misma tierra gobernaban siglos antes a sus súbditos a cielo descubierto. En los días de mercado se llenaba el patio.

Algunas veces, ninguno de los dos campos se decidía a ir en busca del otro, y los encuentros eran en terreno neutral, en el grupo de las «aspirantes», donde tomaba asiento la familia italiana de la Boca con su obispo. ¡Adorado Monseñor! Las damas del país intermedio lo miraban como una gloria propia.

Napoleón, en una de sus últimas batallas, colocaba su caballo sobre una bomba; luego pretendía envenenarse en Fontainebleau. Llamaba á la muerte, y únicamente se decidía á vivir, como un fatalista, al convencerse de que la muerte no quería nada de él.

En la casa me hallé con otro invitado, evidentemente también pretendiente de Clarita. La comida transcurrió sin novedad. Me di fácilmente cuenta de que yo era el preferido de la niña. Mi rival estaba como de reserva, por si yo no me decidía... Después de comer pasamos al salón donde ¿quién lo creería? los dueños de casa hicieron el elogio del bridge y se empeñaron en que lo jugáramos.

La fraulein, de un rubio pajizo, regordeta, blanca y apretada de carnes, sonreía con ingenuidad, manteniéndose a distancia de la reja, a través de cuyos hierros manoteaban las fieras. Pero no por esto se decidía a huir, prefiriendo a los paseos superiores, abiertos al aire y la luz, la permanencia en este pasillo medio obscuro, donde recibía el homenaje tembloroso y exacerbado del deseo viril.

Tenía por seguro que ningún hombre prudente se obstinaría en poner en aventura las fuerzas del Rey, y, por consiguiente, protestando de cualquiera otra opinión decidía valer más una buena escapada que un combate en que evidentemente se perdieran . Determinó en consecuencia que las naves se pusieran en franquía desde luego y se preparasen para hacerlo las galeras.