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¡De nuevo ante mis ojos el incomparable espectáculo de los bosques vírgenes, con sus árboles inmaculados de la herida del hacha, sus flotantes cabelleras de bejucos, sus lianas mecedoras, llevando el ritmo de la sinfonía profunda de la selva, perfumando sus fibras con la savia de la tierra generosa o aspirando la fresca humedad en el vaso de un cactus que vive en la altura, guardando como un tesoro en su seno el rocío fecundo de las noches tropicales!

La pintoresca habitación, que a causa del calor estaba medio cerrada y en la sombra; la luz que entraba filtrada por la tela de los trasparentes, iluminando con tropical coloración las enormes flores de estos; el tono bajo de tapiz descolorido que tenían todas los cosas en aquella soñolienta cavidad; los ligeros carraspeos de doña Cándida y sus bostezos, discretamente tapados con la palma de la mano; la hermosura de María Sudre que no parecía cosa de este mundo; el mozambique de Rosalía con pintitas que mareaban la vista, y finalmente el lento arrullo de las mecedoras y el chis chas de los abanicos de cinco o seis damas, eran otros tantos agentes letárgicos en mi cerebro.

El piano estaba colocado debajo de los arcos, igual que la sillería de damasco azul, bastante usada. Fuera, al lado de las macetas, no había más que sillas de rejilla y algunas mecedoras. Acomodadas en ellas estaban unas cuantas damas con trajes claros y ligerísimos, que charlaban y reían de modo atronador. Era una algarabía insufrible, que no se apagó un punto a nuestra entrada.

Estaba por amueblar. Sólo había en un rincón tres o cuatro mesillas taraceadas y unas cuantas mecedoras de rejilla. Cuando llegaron nuestros jóvenes la sala se hallaba anegada en luz.

Eran hermosas de ver, en aquel domingo, en el cielo fulgente, la luz azul, y por entre los corredores de columnas de mármol, la magnolia elegante, entre las ramas verdes, las grandes flores blancas y en sus mecedoras de mimbre, adornadas con lazos de cinta, aquellas tres amigas, en sus vestidos de mayo: Adela, delgada y locuaz, con un ramo de rosas Jacqueminot al lado izquierdo de su traje de seda crema; Ana, ya próxima a morir, prendida sobre el corazón enfermo, en su vestido de muselina blanca, una flor azul sujeta con unas hebras de trigo; y Lucía, robusta y profunda, que no llevaba flores en su vestido de seda carmesí, «porque no se conocía aun en los jardines la flor que a ella le gustaba: ¡la flor negra!».

Ocultos en la sombra de un rincón, alrededor de aquella mesa, arrellanados en un diván unos, otros en mecedoras de paja, estaban media docena de socios fundadores, que de tiempo inmemorial acudían a las tres en punto a tomar café y copa. Hablaban poco. Ninguno se permitía jamás aventurar un aserto que no pudiera ser admitido por unanimidad.

El salón de recepciones era el centro del jardín, alfombrado de naranjas que habían caído antes de sazonar. Germana, sentada en su sillón, fumaba cigarrillos yodados; el conde la miraba vivir; la señora de Villanera jugaba con el niño como una faunesa vieja y negra con su retoño bronceado. Los amigos se balanceaban en las mecedoras que se habían hecho traer de América.

Llenó las habitaciones de tiestos, moños, grabados ingleses, mecedoras, almohadones, lámparas con delicados abat-jours... Hizo arreglar el jardín, improvisó una huerta, cuidó un corral de aves domésticas... Y todo esto, agregado a su biblioteca, su subscripción a varias revistas, y a sus habilidades caseras, hicieron de la casita un verdadero oasis en el desierto de Tandil.

De unos tulipanes de cristal trenzado, suspendidos en un ramo del techo por un tubo oculto entre hojas de tulipán simuladas en bronce, caía sobre la mesa de ónix la claridad anaranjada y suave de la lámpara de luz eléctrica incandescente. No había más asientos que pequeñas mecedoras de Viena, de rejilla menuda y madera negra.

Tristán se dirigió a este grupo, terció en la conversación y en cuanto le fue posible se arregló para sacar a Gustavo de allí y llevarle hacia un rincón donde había dos mecedoras. Ambos se sentaron uno frente a otro. Hablaron unos instantes de asuntos indiferentes. De pronto Tristán afectando una risita irónica: ¿A que no sabes, Gustavo, dónde te han visto hoy?