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Cubríanse de hojas tiernas los esbeltos chopos que bordeaban el camino; en los huertos, los naranjos calentados por la nueva savia abrían sus brotes, preparándose a lanzar como una explosión de perfume la blanca flor del azahar; en los ribazos crecían entre enmarañadas cabelleras de hierba las primeras flores.

El mísero rebaño pasó ante doña Manuela con triste chancleteo, y la señora no pudo reprimir un movimiento de repulsión ante aquellas cabelleras greñudas y encrespadas que servían de marco a rostros escuálidos y sucios, en los que la piel tomaba aspecto de corteza. ¡Gran Dios, qué gente!

¡De nuevo ante mis ojos el incomparable espectáculo de los bosques vírgenes, con sus árboles inmaculados de la herida del hacha, sus flotantes cabelleras de bejucos, sus lianas mecedoras, llevando el ritmo de la sinfonía profunda de la selva, perfumando sus fibras con la savia de la tierra generosa o aspirando la fresca humedad en el vaso de un cactus que vive en la altura, guardando como un tesoro en su seno el rocío fecundo de las noches tropicales!

-Está bien -dijo Sancho-, pero sepamos ahora: esas sepulturas donde están los cuerpos desos señorazos, ¿tienen delante de lámparas de plata, o están adornadas las paredes de sus capillas de muletas, de mortajas, de cabelleras, de piernas y de ojos de cera? Y si desto no, ¿de qué están adornadas?

Entraron en la casa de los Luna, que era de las mejores de las Claverías. Junto a la puerta, dos hileras de macetas en forma de relojera, clavadas al muro, dejaban pender las cabelleras verdes de sus plantas. Dentro, en la sala que servía de recibimiento, Gabriel lo encontró todo lo mismo que en vida de sus padres.

Al observar la barba de Don Felipe, aquel rojo vellón donde la luz del aceite ponía ahora toques purpúreos, el canónigo pensó en las razas antiguas venidas hasta la Iberia desde los mares tempestuosos del Norte; y cerrando, a su vez, los ojos, soñó con repugnancia en bárbaros rubios y en carnosas hembras desnudas, con cabelleras color de naranja, como señaladas, desde entonces, por un reflejo infernal.

Zumbaba la selva de los encantos, moviendo sus verdes y rumorosas cabelleras ante el rudo Sigfrido, inocente hijo de la Naturaleza, ansioso de conocer el lenguaje y el alma de las cosas inanimadas. Cantaba el pájaro maestro, haciendo resaltar su dulce voz entrecortada sobre los murmullos del follaje. Mary se estremeció. ¡Ah, poeta!... ¡poeta! Y siguió tocando.

Nos acercamos al más grande de estos corros, y a la luz de la hoguera pude ver rostros y personajes verdaderamente dignos de Belén, y que me recordaron el hermoso cuadro del Nacimiento de Jesús, de nuestro Cabrera , que decora la sacristía de Tasco . En efecto, esas cabezas rudas, morenas y enérgicamente acentuadas, con sus flotantes cabelleras grises y sus largas barbas; esas sonrisas bonachonas y esos brazos nervudos apoyándose en el cayado, parecen ser el modelo que sirvió a nuestro famoso pintor para su Adoración de los Pastores.

Dejó su traje femenil sobre el caballo que la había traído y montó alegremente en el otro, oprimiéndole los flancos con sus piernas nerviosas, al mismo tiempo que echaba en alto el lazo atado á la silla, formando una espiral de cuerda sobre su cabeza. Galopó por la orilla del río, junto á los añosos sauces que encorvaban sus cabelleras sobre el deslizamiento de la corriente veloz.

Y en la confluencia de las dos corrientes emergía la isla, una pequeña extensión de terreno casi al ras del agua, pero fresca, verde y perfumada como un ramillete acuático, con espesos haces de juncos sobre los cuales zumbaban de día los insectos de oro, y unos cuantos sauces que inclinaban sobre el agua sus finas cabelleras formando bóvedas sombrías, bajo las cuales se deslizaba la barca.