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Estaban en una sala de paredes enjalbegadas de un blanco de hueso, con zócalo de ladrillos blancos también. La pieza aparecía dividida por un muro hasta el límite del zócalo, con grandes espacios abiertos entre las pilastras que sostenían el techo. Isidro vio muchas camas de hierro con cubiertas de percal floreado, y junto a ellas mesillas con redomas y escupideras.

Caso tan lastimoso, sin embargo, rara vez ocurre, y, por consiguiente, la muchedumbre se paseaba tranquila en medio de aquel feroz tiroteo. Había, por último, en la feria nocturna siete u ocho mesillas de turrón, y hasta tres confiterías, donde lo que con más abundancia se despachaba eran las yemas, los roscos de huevo y las batatas confitadas.

Este era un aposento del piso principal de aquella casa, que tenía comunicación con el café por medio de una escalerilla de hierro. Por ella subieron al cabo tío y sobrino. Ya estaban reunidos los notables del pueblo, sentados en un diván corrido, con sendas mesillas japonesas delante, donde cada cual tomaba su café.

En la glorieta del puente de Toledo, entre las dos pirámides de piedra que descansan en su pedestal sobre los boliches dorados, como dos gigantescas mesillas de noche, vio una masa obscura con puntos brillantes: una fila compacta de hombres negros. Era la policía cerrando el paso. El entierro avanzó sin titubear.

Hacían asimismo muy difícil el tránsito la multitud de mesillas de turrón, arropía y tostones, los puestos de fruta, las tiendas de muñecos y juguetes, y las buñolerías, donde gitanas jóvenes y viejas, ya freían la masa, infestando el aire con el olor del aceite, ya pesaban y servían los buñuelos, ya respondían con donaire a los piropos de los galanes que pasaban, ya decían la buena ventura.

Alzábase cerca de la estación una venta con honores de posada, y junto a su puerta, sentados en torno de dos mesillas mugrientas e inseguras cubiertas de jarrillos de vino, bebían y vociferaban hasta media docena de arrieros y zagales.

Delante del señor había varias mesillas enanas, donde en aúreos y repujados azafates, en ligeros canastillos, en esbeltas ánforas y en cálices esmaltados, se ofrecían para regalo de la vista, del olfato y del paladar, licores, conservas y sazonados frutos.

Y en todas las calles, en todas las casas, en todos los rincones suena el afanoso y sonoro tac-tac del martillo sobre la horma. Los domingos, todos estos hombres, un poco encorvados, un poco pálidos, dejan sus mesillas terreras y se disgregan en grupos numerosos y alegres por los pueblos circunvecinos. Los labriegos miran absortos y envidiosos a sus antiguos compañeros.

Allí se agregó á un corrillo de viejos que discutían sobre cuál de los tres sostenedores de la apuesta se mostraba más sereno. Muchos labradores, cansados de admirar á los tres guapos, jugaban por su cuenta ó merendaban formando corro alrededor de las mesillas.

Estaba por amueblar. Sólo había en un rincón tres o cuatro mesillas taraceadas y unas cuantas mecedoras de rejilla. Cuando llegaron nuestros jóvenes la sala se hallaba anegada en luz.