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Hacían asimismo muy difícil el tránsito la multitud de mesillas de turrón, arropía y tostones, los puestos de fruta, las tiendas de muñecos y juguetes, y las buñolerías, donde gitanas jóvenes y viejas, ya freían la masa, infestando el aire con el olor del aceite, ya pesaban y servían los buñuelos, ya respondían con donaire a los piropos de los galanes que pasaban, ya decían la buena ventura.

Mirando atrás, vimos que las secas espigas ardían como yesca, inflamadas por algunos cartuchos caídos por allí, y sus terribles llamaradas nos freían de lejos la espalda. «O tomar la noria o morir», pensamos todos. Nos batíamos apoyados contra una hoguera, y la hambrienta llama, al morder con su diente insaciable en aquel pasto, extendía alguna de sus lenguas de fuego azotándonos la cara.

Entre risas ahogadas y cuchicheos, oía el canto monótono de la sartén en la que se freían montones de pasteles dorados, que espolvoreados con azúcar rubia, llevados de a seis u ocho máximum que podía contener el único plato de loza que había en la casa con destino al depósito general, que estaba en la pieza de paja, bajo la custodia de una vieja vigilante, tía respetada de algunos muchachos greñudos y carasucias, que de vez en cuando se asomaban por ahí, espiando el momento de dar un malón con suerte.

Antes que amaneciera, su amo y un aprendiz sobaban la masa dispuesta en el lebrillo, y luego freían con rara rapidez bolas, tortas y cohombros: Pepe, mientras tanto, arreglaba los veladores, mezclaba algo de harina al azúcar de espolvorear, fregaba vasos, ponía cada cosa en su puesto y, cuando se abría la tienda, colocado de pie en la puerta, despachaba buñuelos a grandes y chicos, formando en la grasienta superficie de zinc que cubría la mesa un montón de cuartos y ochavos del moro, cuyo sucio contacto le dejaba los dedos manchados de verdín.

El ambiente estaba embalsamado por el aroma del aceite frito de más de quince buñolerías, donde gitanas viejas y mozas freían y despachaban de continuo esponjados buñuelos, que unas personas se comían allí mismo con aguardiente o con chocolate y otras se los llevaban a su casa, ensartados todos en un largo, flexible y verde junco.

Por unos vericuetos en que el vidrio molido hacía papel de escarcha, venían en sendos camellos sus reales majestades Gaspar, Melchor y Baltasar, seguidos de abigarrada servidumbre; al borde del arroyo había un grupo de, lavanderas; en un altillo, junto a la hoguera de talco en que se freían las migas, los pastores apacentaban las ovejas de patitas de alambre, mientras los pavos de abermellonada cabeza y peana verdosa destacaban sobre el musgo aterciopelado y húmedo.