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El ambiente estaba embalsamado por el aroma del aceite frito de más de quince buñolerías, donde gitanas viejas y mozas freían y despachaban de continuo esponjados buñuelos, que unas personas se comían allí mismo con aguardiente o con chocolate y otras se los llevaban a su casa, ensartados todos en un largo, flexible y verde junco.

Una mujer flaca, bigotuda, con parches en las sienes, y las cejas como dos parches negros, se ocupaba en poner ordenadamente los buñuelos y en espolvorearles azúcar con un cacharrillo de lata, agujereado cual salvadera. La misma mujer de los parches era quien vendía, cuando alguien compraba, ensartando las docenas de buñuelos en juncos verdes que a la mano tenía.

Unos cuantos segundos más y el disco se llenaba de viento y se convertía en aro. Con un brusco impulso de la varilla echábalo fuera para empezar de nuevo la operación. No será necesario decir que aquellos roscos amarillos, vidriados y tiesos como vejigas eran buñuelos.

Cristeta se presentó en el andén vestida con elegante sencillez. Ya no era la chiquilla que años antes salía muy de mañana con un pañuelo a la cabeza y un vestidillo de percal a comprar buñuelos para que sus tíos tomaran chocolate, ni recordaba en nada la humilde comiquilla de los primeros meses de contrata, en que iba a los ensayos con velo negro, como van al taller las oficialas de modista.

¿Veis? gritó mostrando el puño . Todo el mundo lo dice.... ¡Han envenenado las aguas! Inquieto, feroz y pequeño, Timoteo tenía todas las apariencias del chacal, la mirada baja y traidora, los músculos ágiles, el golpe certero. Atacaba de salto. Era el mismo a quien vimos haciendo buñuelos en la tienda inmediata a la gran carnecería de la Pimentosa, de quien era protegido, lo mismo que su mujer.

Tal vez le arrastrase su espíritu analítico a encontrar algún vago parecido entre estas distinguidas señoritas y las jóvenes que comercian con churros y buñuelos en los parajes excéntricos de la población.

En todas partes se oían los gritos de los vendedores: «¡Cuarenta nueces!» «¡Al buen tostado!» «¡A tomar la niii ... eve!» «¡De limón y de lecheEn los espacios libres de paseantes jugaban al toro los granujas. Los chicos quemaban petardos y cohetes chinos, y todo era bullicio y confusión. No lejos de una vieja de superabundante plasticidad freía sus buñuelos.

La enferma no pudo esta vez ponerse a la obra, pero la dirigió, y todo salió a medida del deseo. Desde su sillón atendió a todo. Todo estaba listo al fin del día, y el regocijo era general. Desde tía Carmen hasta señora Juana todos parecían niños en aquella casita. Angelina estaba atareada, friendo los buñuelos, y tía Pepilla iba y venía más alegre que una sonaja.

A ustedes les tocará lo más penoso, disponerla, y hacer los buñuelos. ¡Sin buñuelos no hay Noche Buena! ¡Allá usted, Angelina, usted que se pinta para todo eso! Pondremos la mesa en la sala, y usted, doña Carmelita, cenará con nosotros. No habrá nacimiento.... ¿Quién nos mete en dificultades? Yo bien quisiera, para que el amito se acordara de cuando era «coconete». ¿Te acuerdas?

Decir gracias y escribir donaires es de grandes ingenios: la más discreta figura de la comedia es la del bobo, porque no lo ha de ser el que quiere dar a entender que es simple. La historia es como cosa sagrada; porque ha de ser verdadera, y donde está la verdad está Dios, en cuanto a verdad; pero, no obstante esto, hay algunos que así componen y arrojan libros de como si fuesen buñuelos.