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Allí se agregó á un corrillo de viejos que discutían sobre cuál de los tres sostenedores de la apuesta se mostraba más sereno. Muchos labradores, cansados de admirar á los tres guapos, jugaban por su cuenta ó merendaban formando corro alrededor de las mesillas.

Aquellos individuos merendaban alegremente, y nos dispensaron una acogida cariñosa, brindando, así que entramos, a nuestra salud. Observé que, en medio de la confianza, don Jenaro infundía cierto respeto a todos. De las tres muchachas, una se llamaba Concha la Carbonera: era delgada, de un rubio ceniciento, mejillas pálidas y marchitas y ojos azules, fieros y desvergonzados.

El pueblo se extendía por entrambos lados adosado a la montaña, y sus casas estaban bañadas por el mar, al cual podían los vecinos salir por escaleras de piedra. En muchas había también un pequeño terrado o jardín donde merendaban o departían sosegadamente tomando el fresco, o bailaban y reían, según el humor y la ocasión.

Despues de merendar, mientras merendaban los criados, apartáronse el padre, la hija y sus dos hermanos, fingiendo ellos ir divertidos con varias razones, y al llegar á la Sima dió uno de ellos un empellon á la desgraciada mujer y la echó dentro. Hecho esto se volvieron, y emprendieron el viaje de retorno para su tierra, muy satisfechos de haber dejado sepultada en la Sima la causa de su deshonra.

De noche la acompañaba paseando por las calles más extraviadas, donde tuviera seguridad de no tropezar a algún conocido. Los domingos solía llevarla en coche a cualquier pueblecito próximo; merendaban, bebían lo bastante para ponerse alegres y regresaban con las mejillas rojas, diciéndose mil disparates deliciosos.