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Persistía en creer que nuestros asuntos marchaban mal, que era necesaria, de todo punto, la intervención del tío Jenaro porque tenía la seguridad de que su madre no consentiría buenamente en nuestro casamiento. Por supuesto exclamó , es igual que quiera o no quiera... Yo me caso contigo así tenga que escaparme por la alcantarilla.

No nada; pero conosco a mamá mejor que ... Mira: lo mejor que podemos haser es prevenirnos para lo que pueda suseder... Hay que andar un poquillo avispaítos y no dejar que el asunto se enfríe. Te vas a ver al tío Jenaro. Nadie mejor puede componer el pastel. ¿Qué pastel?

Pero ésas no me las dijo, me las ofreció a la vista. Mientras tomamos café se bebió una botellita entera de cognac. Y hablando, hablando, también advertí que el conde no era muy fuerte en geografía. Saliendo a cuento el viaje de Cúchares a Cuba, si yo no entendí mal, D. Jenaro suponía que Buenos Aires estaba muy próximo a esta isla.

En cambio, en cuanto mudé la conversación y le traje a la política, D. Jenaro no emitió más que ideas vulgares o disparatadas. España, en su opinión, no podía gobernarse sino a latigazos. Lo primero que hacía falta era barrer a todos los granujas que bullen por los ministerios, y poner en su lugar personas decentes y de arraigo. Luego, ¿para qué sirve el Congreso?

Toda la comitiva se dirigió a una de las bocas de la mina llamada "Pozo de San Jenaro". Cerca de este pozo hay un edificio destinado a la inspección y al peso, donde las damas y los caballeros cambiaron de calzado y se pusieron los impermeables. Al verlos de aquel modo ataviados, un estremecimiento de anhelo y de entusiasmo corrió por el resto de los excursionistas.

Procuré desenojarla, explicándole cómo había ido a ver a su tío Jenaro, en cumplimiento de lo acordado, y lo que con él me había sucedido, aunque ocultándole el incidente del Naranjero. No había para qué inquietarla. Habíamos llegado tarde porque el asunto de las manos atravesadas nos había retenido mucho tiempo. El relato de esto último le causó sensación, aunque menos de lo que yo pensaba.

En una de las cartas me dijo que, si bien el conde no visitaba casi nunca la casa de su madre, ésta le guardaba estimación y cariño, y le mentaba a menudo en la conversación. «Mamá está orgullosa de su sangre, y aunque es un calavera deshecho, creo que atendería mucho a lo que le dijese mi tío Jenaro. Hable usted con Isabel primero, pero no le diga que ha salido de la idea

Pero los modales corteses y la afabilidad extremada de D. Jenaro borraron tales impresiones a la postre. Cualquiera se resistiría a creer que aquella persona suave, atenta y cortés fuese el héroe de tanta anécdota brutal y escandalosa.

Aquellos individuos merendaban alegremente, y nos dispensaron una acogida cariñosa, brindando, así que entramos, a nuestra salud. Observé que, en medio de la confianza, don Jenaro infundía cierto respeto a todos. De las tres muchachas, una se llamaba Concha la Carbonera: era delgada, de un rubio ceniciento, mejillas pálidas y marchitas y ojos azules, fieros y desvergonzados.

En cambio, a la noche solía tener apetito. Eso es lo que yo no puedo atestiguar dijo Isabel, sonriendo con tristeza. ¡Claro, como que nunca me has visto comer! dijo el conde, un poco contrariado por el oculto reproche. Poquitas veces añadió la joven tímidamente. ¡Phs! murmuró D. Jenaro, levantando los hombros con indiferencia.