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Al lector que en su fuero interno haya diputado ya a Gonzalo por hombre desleal y pérfido, o por lo menos débil, declarándole quizá «un carácter repugnante», como dicen los críticos cuando los personajes de las novelas no son todo lo heroicos y talentudos que ellos quisieran, pusiérale yo en aquel nido pequeño y perfumado como el cáliz de una magnolia, frente a la niña menor de los señores de Belinchón, vestida con peinador de cintas azules que dejaban ver una buena parte de su garganta amasada con rosas y leche, recibiendo en el rostro los relámpagos azulados de sus ojos, y escuchando una voz grave y pastosa que removía todas las fibras del alma.

Un anamita solo, sentado en cuclillas, mira, con los ojos a medio cerrar, la pagoda de Angkor, la de la torre como la flor de magnolia, con el dios Buda arriba, el Buda de cuatro cabezas.

En los tramos de pared, entre las ventanas interiores, realzadas con unas líneas de vivo encarnado, había unos grandes estudios de flores en madera, pintada con los colores naturales por los artistas del país, con propiedad muy grande: dos de los cuadros eran de magnolia, la una casi abierta, y con cierta hermosura de emperatriz; la otra aun cerrada en su propia rama: y otros dos cuadros eran de las flores pomposas del marpacífico, con sus hojas de rojo encendido, agrupadas de modo que realzase su natural tamaño y hermosura.

Allí, con su torre como la flor de la magnolia, está la pagoda de Cambodia, la tierra donde ya no viven, porque murieron por la libertad, aquellos Kmers que hacían templos más altos que los montes.

Adriana vio como en sueños aquella casa antigua, el patio con sus baldosas blancas y negras, la grande y tupida magnolia, en cuya cima asomaban, medio tapadas por las hojas, enormes rosas blancas. Y recordó también las hermosas diamelas, su aroma embriagante cuando todas las plantas del patio florecían y sus hinchados pétalos, próximos a marchitarse, tomaban un color avinado...

Después de atravesar la larga nave del Salón Magnolia, empujó una mampara, entró por un oscuro pasadizo, abrió con llave maestra una puerta, y se encontró en un cuarto débilmente iluminado, cuyos muebles, aunque elegantes y de precio para la localidad, daban señales de dejadez.

Bueno, bueno, vengo enseguida. Y fue al balcón derechamente. ¡Juan! ¿Y Ana? ¿Cómo está Ana? El balcón de la directora estaba ya vacío. Ya está bien: ya está bien. ¡Yo no sabía dónde estabas! Y volvemos ahora al pie de la magnolia, cuando ya llevaba días de sucedido todo esto, y Sol estaba en una banqueta a los pies de Lucía, sentada en un sillón de hierro.

La magnolia, nuestra antigua conocida oyó, a las últimas luces de la tarde, el final de esta conversación congojosa.

Mas no es esto todo; de otra cosa quería hablarte, y me alegro de que hayas venido. No se trata tan sólo de que no me ame, y coquetee con el primero que se presenta, pues tal vez jugué su amor y lo perdí, como hice con todo lo demás en la Magnolia, y acaso la coquetería es natural en ciertas mujeres; esto no sería grave, sino para los bobos que se dejaran seducir.

La condesa de Trevia estaba en aquel instante bellísima; porque sus ojos grandes, rasgados, se cerraban blandamente con la expresión de un placer celestial; porque sus mejillas de rosa, acariciadas por las blancas y carnosas hojas de la magnolia, brillaban y temblaban de gozo; porque sus cabellos castaños, sedosos, le caían con cierto desorden sobre la frente; porque inclinaba la cabeza dejando ver el principio de una espalda de alabastro; porque estaba empinada graciosamente sobre la punta de sus pies inverosímiles.