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¡Qué bien se harmonizaba aquel vibrante vocerío con el despertar de valles y montañas, con los preludios del pueblo alado, con el susurro de las arboledas, con el canto idílico del Pedregoso, con el centellear de los luceros, y con el mugir de las vacadas en el cercano ejido! No por qué temí que la tía Pepilla supiera que no había yo probado el sueño.

Ya el crepúsculo en la noche lentamente se va hundiendo; con más esplendor la luna brilla en el límpido cielo, y en la inmensidad perdidos resplandecen los luceros. Es ya tarde: cuidadosa, sin duda en ferviente rezo, la infeliz Ayela aguarda al hijo que es su consuelo, su solo amor en el mundo, su solo dolor acerbo.

Mas como la distancia, aun en la Luna y el Sol que son luceros tan bellos y tan puros, sino pone en la verdad, equívoca a lo menos, no que raridades por manchas, no parecerá de ser del todo ocioso el hacer demostración para todos que esta polilla vil del judaismo no destruye sino el paño que la crió; que este fuego no echa ni una llama ni un ardor, ni un leve humo fuera de su selva para abrasar, ni aun tiznar otra hierba alguna, ni este contagio pestilente saca ni sacó jamás el pie fuera de su barrio o su calle, porque como es maldición que sobre , sus ascendientes se echaron ellos mismos: Sanguis ejus super nos, & super filios nostros.

Y si en esas estrellas existen como no puede menos hombres dotados de todas las inmunidades y franquicias humanas ¡esos que meditarán! ¿Usted cree que habrá hombres en esos luceros? ¿Serán como nosotros, señor de Artegui? ¿Comerán? ¿Beberán? ¿Andarán? Lo ignoro. Una sola cosa puedo asegurarle a usted de ellos; pero esa, con pleno conocimiento y entera certeza.

Lo que embargaba su alma y hacía palpitar su corazón era aquella proximidad del matrimonio, reconocida expresamente. Así, que su voz salía temblorosa y algunas veces se le anudaba en la garganta sin querer salir. Sus ojos soltaban efluvios de dicha; tenían el brillo suave y misterioso de los luceros en las noches serenas de invierno.

Sentí anhelo infinito de que aquel amor que llenaba mi alma fuese el último de mi vida; deseo firmísimo de vivir sólo para Angelina, sólo para ella; deseo vehemente de ser bueno para merecer el amor de la modesta niña; para gozar, como de cosa propia, de la hermosura de aquel cielo tachonado de luceros, de las mil y mil bellezas que la noche tenía cubiertas con sus velos, y que dentro de breves horas, al clarear el alba, aparecerían en toda su magnificencia; que sólo a condición de ser bueno me sería dable gozar del supremo espectáculo de la naturaleza, de modo que se me revelaran todos sus encantos, y no fueran arcanos para la dulce melancolía de una tarde de otoño, ni la risueña alegría de una alborada de Mayo, ni la serenidad abrasadora de un día canicular, ni la terrífica majestad de la tormenta, cuando, desatada en las alturas, incendia con cárdenos fulgores las cumbres de la sierra.

Las montañas que cerraban el valle perdían su relieve, ofreciéndose a la vista como informes y monstruosos bultos. El pedazo de cielo que dejaban ver reflejaba débilmente la luz moribunda del sol, puesto ya hacía bastante tiempo, y rompiendo a duras penas esta cárdena luz, comenzaban a brillar algunos tímidos luceros. Extinguíanse los rumores que las faenas agrícolas despiertan en semejante hora.

Ben-Jucef el Meriní, de aquella casa que doran la opulencia y la grandeza, es el sostén y la honra, y su luz y su delicia es Leila la encantadora, la de los negros luceros, la de la faz majestosa, la de los cabellos de oro, la de la purpúrea boca, la de la ebúrnea garganta, la del talle de diosa, la del seno palpitante, la altiva, la que enamora al que su belleza mira si el céfiro la destoca, ó al que su cantar escucha en la noche silenciosa, si al pié de sus miradores pasa por su mal ó ronda.

«No hay arboleda ninguna en estas huertas ni en la villa declaran en 1575 los vecinos , porque no se dan a ello; antes cortan los árboles que hay, porque son poco inclinados a ello.» «Las casas dicen en otra parte son bajas, sin luceros ni ventanas a la calle

Los rubios o negros cabellos en grato desorden, se desparramaban por el espacio o bien caían en adorables bucles por la espalda; los ojos brillaban como luceros en aquellos rostros celestiales; los labios rojos y húmedos se entreabrían para dejar ver el aljófar inmaculado de sus dientes. Y basta, porque no concluiríamos nunca.