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Tía Pepilla me esperaba en el comedor, en el pobre comedor donde señora Juana iba y venía muy deseosa de atenderme y obsequiarme. Mientras yo me desayunaba alegremente y con buen apetito, tía Pepilla conversaba. Tengo una carta para tí, una carta de Angelina. Ayer la trajeron; hasta ayer vino el mozo.... Ahora te la daré.... Venga esa carta, tía; venga esa carta.... ¡Impaciente! Come y calla.
Los tenía tan hinchados que apenas cabían en los pantuflos. ¿Verdad, madrina, que hará usted todo lo que le mande el doctor? Me respondió que sí, moviendo la cabeza. ¿Verdad que tomará usted las medicinas? Sonrió e hizo un movimiento afirmativo. Tía Pepilla tenía húmedos los ojos. Me acerqué, y arrodillándome junto al sillón quise abrazar a la anciana. ¡Adiós, tía! Vendré la próxima semana.
Un fulgor de plata inundaba el horizonte, y allá, tras los picachos de la Sierra, surgía la luna llena, espléndida y magnífica. A las cuatro de la tarde ya todo estaba listo. Tía Pepilla arregló mi petaca en dos por tres, y concluída la faena me dijo cariñosamente, echándome los brazos: Rorró... ¿no vas a despedirte de tus amigos? ¿Amigos? Sí; el doctor, tu maestro, Ricardito Tejeda....
Y agregaba: Dios pagará a ustedes este buen rato.... ¡De veras, de veras, si me parece que tengo veinte años! Angelina y tía Pepilla nos dejaron para atender a la anciana que ya suspiraba por su lecho; don Román buscó el suyo, y Andrés se quedó conmigo en espera de Angelina y de mi tía que irían con nosotros a la misa del gallo. No tardaron en volver.
Cuando llegué a mi casa me dio un vuelco el corazón. Entré, y tía Pepilla salió a mi encuentro: ¡Rorró! ¡Rorró! Mira... y me enseñaba una carta. ¿Qué es eso? Mira... ¡una carta! ¿De Angelina? ¡De Angelina!... Vamos a ver qué te dice.... Sí, tía; pero después de que yo la lea.... ¡Cómo tú quieras, Rorró! contestó sonriendo.
A las ocho ya estábamos en la mesa. La enferma accedió a nuestro deseo y vino a presidir el banquete. Al lado de ella se colocó don Román, en el otro tía Pepilla y Andrés. Angelina y yo ocupamos el lugar acostumbrado. Pocos platillos: rica sopa de almendra, «sopa de la pelea pasada», como decía don.
Tía Pepilla no quiso llegar hasta el punto donde los devotos bregaban para abrirse paso, y tomó asiento en el último peldaño de la escalinata. Reían los mozos, charlaban las doncellas, regañaban las viejas, y la chiquillería iba de un lado para otro, con incesante ruido de cascabeles y de pitos de agua que remedaban a maravilla los gorjeos de un coro de alondras.
Ya sabes que me caso pronto. Le di lo que me pedía. Señor Poenco, ¿dónde está Pepilla? Ha ido a confesar y está haciendo penitencia. ¡A confesar! ¿Tu hija se confiesa? No la dejes acercarse a ningún fraile. Ya sabes que los frailes son <i>unos animales viles y despreciables que viven en la ociosidad y holganza en una especie de café-fondas donde se entregan a todo género de placeres...</i>
Faltaban pocos minutos para las cinco cuando desperté. Ya señora Juana andaba por la cocina disponiéndome el desayuno. Tía Pepa no salía aún de sus habitaciones. El «sur» soplaba furioso, y la campanita chillona de San Francisco sonaba alegremente, llamando a misa. Me vestí el famoso traje de charro, cerré el ropero, y cuando me dirigía yo al comedor, la tía Pepilla me detuvo. Rorró....
¡Qué bien se harmonizaba aquel vibrante vocerío con el despertar de valles y montañas, con los preludios del pueblo alado, con el susurro de las arboledas, con el canto idílico del Pedregoso, con el centellear de los luceros, y con el mugir de las vacadas en el cercano ejido! No sé por qué temí que la tía Pepilla supiera que no había yo probado el sueño.
Palabra del Dia
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