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Bastante negativa, señor cura, y no porque mi vecino sea tonto he de deducir que se le deba imitar. Os gustan las paradojas ¿verdad? No; pero me fastidio cuando veo tanta gente amargarse la vida a causa de una enfermiza imaginación. Me parece que esas personas no comen lo suficiente, que viven de alondras y de huevos pasados por agua, y que descomponen el cerebro al mismo tiempo que el estómago.

Y en esta jornada postrera y yo, como dos nigromantes de esos que el vulgo llama brujos, vamos á dar tres grandes vuelos: el primero á modo de águilas cerniéndonos sobre las cumbres de las montañas; el segundo como ánades por las orillas del Guadalquivir abajo; el tercero como alondras que con inciertos giros revolotean en la campiña de aquí para allá, atraidas por los destellos de los objetos lucientes, y se remontan gorjeando cuando no hallan atractivo en el suelo.

Atruenan el patio ligeros corceles, sus locas fanfárrias la trompa sonora une al argentino ladrar de lebreles en la cristalina quietud de la aurora. Los hierros del puente desatan sus nudos, invade los bosques alegres el coro: ellos, como heráldos de nobles escudos, ellas, como un vuelo de alondras de oro.

Sin duda eran interesantes la Metafísica aristotélica y la Suma de Tomás el divino; pero más bello era «vivir» enamorado de unos labios rojos, dormir al pie de un árbol, saludar desde la cresta de un monte la salida del Sol. Y una madrugada, Enrique Thomas, alucinado por los trinos arpados de las alondras, brincó los altos muros que circuían la huerta del seminario y huyó de Burdeos.

Los leñadores y carboneros que trabajaban por la parte de Vernel y los pescadores del río Lande, suspendían momentáneamente sus tareas para dirigirse interrogadoras miradas; pues aunque el sonido de las campanas de la abadía era tan familiar y conocido por aquellos contornos como el canto de las alondras ó la charla de las urracas en setos y bardales, los repiques tenían sus horas fijas, y aquella tarde la de nona había sonado ya y faltaba no poco para la oración. ¿Qué suceso extraordinario lanzaba á vuelo, tan á deshora, la campana mayor de la abadía?

En los rojizos surcos saltaban las alondras con la alegría de vivir un día más, y los traviesos gorriones, posándose en las ventanas todavía cerradas, picoteaban las maderas, diciendo á los de adentro con su chillido de vagabundos acostumbrados á vivir de gorra: «¡Arriba, perezosos! ¡A trabajar la tierra, para que comamos nosotros!...»

Aun no tenían hojas los olmos, pero ya estaban cubiertos de brotes; los prados asemejaban un vasto jardín cubierto de margaritas; las setas de espino estaban en flor; el sol vivo y cálido hacía cantar a las alondras y parecía atraerlas hacia el cielo, de tal modo subían en línea recta y volaban alto.

Cuando yo era párroco de las Veguellinas, jilgueros y alondras y hasta pardales cantaban y silbaban en el coro y era una delicia oírlos». Fortunato era un santo alegre que no podía ver una irreverencia donde se podía admirar y amar una obra de Dios. Glocester, el maquiavélico Arcediano, «opinaba que el Obispo pero este era su secreto no estaba a la altura de su cargo».

Tía Pepilla no quiso llegar hasta el punto donde los devotos bregaban para abrirse paso, y tomó asiento en el último peldaño de la escalinata. Reían los mozos, charlaban las doncellas, regañaban las viejas, y la chiquillería iba de un lado para otro, con incesante ruido de cascabeles y de pitos de agua que remedaban a maravilla los gorjeos de un coro de alondras.

Al caer la tarde volvíamos a paso corto por los caminos pedregosos enclavados entre los campos recientemente labrados cuya tierra era negruzca. Las alondras volaban al nivel del suelo huyendo con un postrer estremecimiento de día sobre las alas. Así llegábamos a las viñas y nos abandonaba el aire salado de la costa. Del fondo de la llanura se elevaba un hálito más tibio.