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Dorotea estaba transfigurada por el amor, por el sufrimiento, por la horrible decisión que á aquella casa la llevaba; su palidez mortal, la lucidez de su mirada, un no qué portentoso que emanaba de la dolorosa contracción de su boca, de lo grave, profundo y ardiente de su mirada febril; de aquellos hombros redondos, tersos, mórbidos, en que la vista parecía tocar una suavidad dulcísima; de aquel seno cuya parte superior no cubría el escote, agitado por una respiración poderosa, por un aliento de fuego; de aquellos brazos desnudos, modelados por Dios, de una manera tan bella, tan dulce, tan pura, que el cincel griego se hubiera detenido impotente al querer copiarlos; de todo su ser, en fin, emanaba tal magia, que la hermosura de Dorotea parecía divinizada, sobrenatural, hija de la imaginación, no real y efectiva; una de esas bellezas que se ven raras veces, que la mayor parte de los hombres no ven nunca, y que hacen creer al que las ve que han de desvanecerse como una sombra al ser tocadas.

Había rendido mujeres sosas de las que caen sin lucha ni gracia, como fardos abandonados a su propio peso; señoritas imbéciles, tocadas de fría sensualidad; mozuelas que ceden por cálculo y se equivocan en la cuenta; casadas de las que se visten con gajes del adulterio; viudas aventureras, semejantes a los aros de circo con el papel ya roto, en que no deja señal un salto más o menos; pecadoras por hambre, que soportan los besos haciendo números de desempeños y deudas; lascivas por codicia que ponen el cuerpo a interés compuesto; y también disfrutó alguna de esas mujeres inocentemente viciosas, alocadas, que se entregan sin pensarlo, y a quienes se goza de improviso cortando la monotonía de la vida, como esas ráfagas de aire fresco que interrumpen de pronto el bochorno asfixiante de un día abrasador.

Las olas de fuera, agitadas por el Levante, saltaban por encima del estrecho istmo para abrazarse con las olas de la bahía. Los bancos de arena eran arrastrados y deshechos, desfigurando la angosta playa; el horroroso viento se llevaba todo en sus alas veloces, y su ruido nos permitía formar idea de las mil trompetas del Juicio, tocadas por los ángeles de la justicia.

Las casas desaparecieron así, se evaporaron como tocadas por varita mágica, y lo propio aconteció con la quinta en Quilmes; respetó la estancia cierto tiempo, pero ya en la pendiente, no había más que rodar al fondo: la estancia se vendió y luego lo que pudo o mejor dicho lo que quiso, porque nadie le ponía cortapisas. Era un vampiro, siempre insaciable.

Digo, que al mismo paraninfo veo, Que truxo mentirosas embaxadas A la tierra del alto coliseo. Vile, y apenas puso las aladas Plantas en las arenas venturosas Por verse de divinos pies tocadas: Quando yo revolviendo cien mil cosas En la imaginacion, llegué á postrarme Ante las plantas por adorno hermosas.

Los más, mientras comían y bebían, llevaban tocadas sus cabezas con gorros de bebé, crestas de pájaro ó pelucas de payaso. Había en el ambiente una alegría forzada y estúpida, un deseo de retroceder á los balbuceos de la infancia, para dar de este modo nuevo incentivo á los pecados monótonos de la madurez. El aspecto del restorán pareció entusiasmar á Elena.

En un mundo como éste de ilusión y fantasmagoría, donde no se goza sino en cuanto se espera, es indudable que el hacer esperar es hacer gozar. Las cosas una vez tocadas y poseídas pierden su mérito; desvanécese el prestigio, rómpese el velo con que nuestra imaginación las embellecía, y exclama el hombre desengañado: ¿Es esto lo que anhelaba?

Sancho, que a todo estaba presente, dijo, meneando la cabeza a una parte y a otra: ¡Ay señor, señor, y cómo hay más mal en el aldegüela que se suena, con perdón sea dicho de las tocadas honradas! ¿Qué mal puede haber en ninguna aldea, ni en todas las ciudades del mundo, que pueda sonarse en menoscabo mío, villano?

Fue rápido y fugaz el cuadro, pero no tanto que no distinguiese a la gente siguiendo el sendero angosto, escapulario al cuello, a pie o en carretas de bueyes, cubiertos con boina roja o azul los hombres, las mujeres tocadas con pañolitos blancos.

Deshacían los cadejos de sus greñas abandonadas, animábanse el rostro con blanco solimán y roja cochinilla, «saliendo de bajo de cubierta según un viajero de entonces tan bien tocadas, rizadas, engrifadas y repulgadas, que parecían nietas de las que eran en alta mar». La gloria, la riqueza y hasta el gobierno de pueblos estaban al alcance de todos al otro lado de los mares.