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La primera vez que pensó esto tuvo remordimientos para una semana; pero volvió la idea a presentarse tentadora, y como en las novelas que saboreaba sucedía casi siempre que eran casadas las heroínas, pecadoras , pero al fin redimidas por el amor y la mucha fe, vino en averiguar y dar por evidente que se podía querer a una casada y hasta decírselo, si el amor se contenía en los límites del más acendrado idealismo.

Se estaba realizando en su conciencia la saludable transformación de las mujeres arrepentidas que fueron antes grandes pecadoras. ¿Cómo lavar su alma de los pasados crímenes?... Ni siquiera gozaba el consuelo de la fe patriótica, sanguinaria y feroz que enardecía á la doctora y á los suyos. Había reflexionado mucho.

Tal vez la vanidad escogió, como medio de mortificarse, llevar á las pompas y ceremonias del Estado los adornos labrados por sus manos pecadoras.

Esta merced sólo la daban los reyes en pago de grandes servicios. Famosos monasterios gozaban de tal concesión, para aplicar sus productos a las necesidades del culto. Algunas veces eran conventos de mujeres los que disfrutaban dicho privilegio, y sus aristocráticas abadesas recibían sin escrúpulo el dinero de las pecadoras de «cinturón dorado». Zurita hizo gestos afirmativos.

El público que frecuentaba la tercera y cuarta función se componía casi exclusivamente de hombres aficionados a comprar hecho el amor, y de pecadoras elegantes.

Era un soborno piadoso en el que había gastado el corto caudal que heredara de sus padres y que se llevaba también la mayor parte de su paga. Había logrado el arrepentimiento de varias pecadoras, a las cuales solía llevar a cierto asilo o convento establecido para ellas en Valladolid, sufragando él, por supuesto, los gastos de viaje, instalación, etc.

Formó del hermano de Maxi buen concepto, porque se lavaba poco y sabía mucho y no reñía a las pecadoras, sino que las trataba con dulzura, ofreciéndoles el matrimonio, la salvación, y hablándoles del alma y otras cosas muy bonitas.

Ni su conciencia, ni la del cura que le confesó, que en vida le había ayudado a veces a evitar escándalos, ni ciertas amenazas de bochornosas confesiones por parte de algunas pecadoras, le consintieron, a la hora un tanto apurada de hacer testamento, dejar en completo olvido ciertas obligaciones de la sangre; y como se pudo, guardando los disimulos formales que fueron del caso, se dejaron mandas aquí y allá, que disminuyeron en todo lo que la ley consentía la herencia de Emma.

La imaginación siempre exaltada de los madrileños aderezó el hecho con interpretaciones y comentarios, y unos vieron en él un manejo político, otros una rivalidad femenina, algunos una señal de reconciliación entre el mundo devoto y el profano, y varios, los que se decían más enterados y eran más hábiles en aquello de ajustarle las cuentas al prójimo, vieron, por el contrario, una emboscada peligrosa que la más inflexible de las beatas tendía a la más tolerante de las pecadoras; un reto del calendario piadoso a la mitología pagana; un combate singular entre la marquesa de Villasis, que arrojaba el guante, y la condesa de Albornoz, que se apresuraría sin duda a recogerlo.

Su reputación de santo y de benigno atrae a su confesionario, no ya a los niños y a las vírgenes, sino a la turba multa de desaforadas y lascivas pecadoras. La limpieza de su cándido optimismo se mancha con el negro cieno del mundo. Y resignado y triste, aunque lleno siempre de dulce confianza en Dios, muere al fin «Quitolis», muere también su viejecita madre y termina así la novela.