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No siendo tampoco necesario para las sencillas gentes campesinas que allí moran ninguno de los requisitos que sirven en los edificios labrados para ser cómodamente habitados, el Castillo del Último Moro permanece en el mismo ser y estado marcial, escueto y fuerte que tuvo, y es digna tumba del que lo defendió hasta su muerte.

También es de advertir, como resto de la independencia y tenacidad cántabras, que en estos edificios a ella agregados, donde se notan detalles del siglo XV junto a obras del XVI y siguientes hasta del actual, no hay ningún otro escudo que el de la torre, ya descrito, si bien dos puertas interiores de esta casa que hizo el Alcaide de Argüeso, cuyo castillo le chocó a usted tanto ayer, según me han dicho, entonces condenado a muerte y salvado por la influencia de su pariente el Duque del Infantado, tienen escudos lisos, no si para ser labrados allí, aunque esto se haría mejor antes de ponerlos en su sitio, o por haber sido picados en pena de las «Comunidades», que siguieron y acaudillaron en este país el señor de esta casa y el de la de Hoyos, hermano de Juan Bravo, el descabezado en Villalar... Y se acabó la historia, porque desde entonces, amigo mío, las casas de mayorazgo y parientes mayores de la Montaña, no tuvieron poder más que para pleitos, o para poner una pica en Flandes, un aventurero en América, o un voluntario como el manco insigne de Lepanto, mientras los Grandes se disputaban, por las antecámaras o retretes de Palacio, los virreinatos y encomiendas, o las «llaves» de su servidumbre.

Lo mismo digo de los bustos de Jesús Nazareno, en los varios pasos de su pasión, el de la Virgen y otros santos que sacan en las procesiones de Semana Santa; todos éstos son unos trozos de madera mal labrados y peor pintados, sin ningún adorno en sus cuerpos, ni en las andas en que los colocan, siendo éstas una especie de parihuelas mal formadas, y parece que debían haber puesto en esto más que en otra cosa su esmero; pues, siendo la representación de estos pasos quien nos trae a la memoria la obra de nuestra redención, es muy conveniente que los bustos de Jesús, la Virgen y demás santos sean bien formados y adornados, mayormente entre estas gentes, que les entran las especies más por la vista que por el oído, y pudieran haber empleado parte de las ricas telas que emplearon en los ornamentos en vestidos decentes de estas imágenes y otros adornos de ellas.

Trecientas y mas casas se cayeron, Y templos muy lucidos y labrados, Y mas de treinta hombres perecieron, Sin indios la tierra sepultados. De espanto y miedo algunos se murieron, Cayendo de su estado desmayados; Que viendo se hundia tierra y suelo Pensaban se venia abajo el cielo.

9 Labró pues la Casa, y la acabó; y cubrió la Casa de labrados y de maderas de cedro puestas por orden. 10 Y edificó asimismo el colgadizo en derredor de toda la Casa, de altura de cinco codos, el cual se apoyaba en la casa con vigas de cedro. 11 Y vino palabra del SE

Después hablaba con tristeza de la tierra en que vivía. Inmensos campos cuyo término perdíase en el horizonte; surcos que se juntaban y confundían a lo lejos como las varillas de un abanico, sin que ningún límite los cortase. Cuanto se abarcaba con la vista, tierras llanas o colinas, bancales labrados o manchones para el pasto, todo era de un amo.

En las puertas y sobre las muestras de las tiendas brillaban los reverberos o las bombas, proyectando resplandores enérgicos que se derramaban profusamente en los escaparates llenos de sedas, objetos de nikel, cueros labrados, fotografías, frascos, botellas, estuches, corbatas, joyas, libros y cuanto el trabajo produce para que lo consuman las necesidades o la vanidad humana.

Quedamos convenidos en que aquella noche, al retirarse a casa, le enteraría del caso, y en que al día siguiente, antes de almorzar, fuese yo a visitarle y proponerle lo que se podía hacer. La fachada no era suntuosa; un caserón de sillería deteriorada y ennegrecida, con algunas molduras toscas; los balcones de hierro toscamente labrados también; las armas de Padul en el medio, cerca del techo.

Los anamitas, encuclillados, oyen la historia, que no cuentan los cómicos hablando o cantando, como en los dramas o, en las óperas, sino con una música de mucho ruido que no deja oír lo que dicen los cómicos, que vienen vestidos con túnicas muy ricas, bordadas de flores y pájaros que nunca se han visto, con cascos de oro muy labrados en la cabeza, y alas en la cintura, cuando son generales, y dos plumas muy largas en el casco, si son príncipes: y si son gente así, de mucho poder, no se sientan en las sillas de siempre, sino en sillas muy altas.

Desde los extremos de la Patagonia a los límites con Bolivia, desde los márgenes del Plata al pie de los Andes, no se oye hoy sino el ruido alentador de la industria humana, no se ven sino movimientos de tierra, colocación de rieles, canalizaciones, instalaciones de máquinas, cambios diorámicos de suelos vírgenes en campos labrados.