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Un gabinete colgado de seda azul con botones de oro precedía a la alcoba de la joven desposada. En él se detuvo al regreso de la iglesia, tiró su albornoz, descubrió la adorable cabeza y se dejó caer en un sillón cual si se sintiese cansada y aburrida de las ceremonias del casamiento; entretanto su marido se calentaba los pies junto a la chimenea.

Ocupóse, lo primero, en buscar la presidenta, piedra fundamental de todo el edificio, y un nombre ilustre que había de llevarse tras de cuanto grande, bueno y respetable encerraba la corte; acudió primero a su mente la marquesa de Villasis... Mas las teorías conciliadoras del peludo diplomático juzgaban necesario allegar otros elementos, y pensó entonces en la condesa de Albornoz para el cargo de vicepresidenta.

Habla lentamente y con una hermosa voz gutural. De vez en cuando entreabre el albornoz y muestra, pegado al pecho, el brazo izquierdo arrebujado en trapos ensangrentados. Tan pronto como llego a la calle, estalla una violenta tempestad. Lluvia, truenos, relámpagos, viento siroco... Pronto, a refugiarse en cualquier sitio.

Así lo comprendió el excelentísimo señor don Juan Antonio Martínez, y hecho un basilisco fue a pedir al gobernador cuenta de su torpeza; alborotóse este, y guardándose muy bien de confesar que sólo en un anónimo cifraba él las pruebas del complot de Currita, aseguró campanudamente que le constaba la existencia de una vasta conspiración alfonsina, que el marqués de Butrón la dirigía, y que la señora condesa de Albornoz era una trapisondista de tomo y lomo.

Don Gil de Albornoz, el famoso cardenal, marcha a Italia, huyendo de don Pedro el Cruel, y, como experto capitán, reconquista todo el territorio de los papas refugiados en Aviñón; don Gutierre III va con don Juan II a batallar con los moros; don Alfonso de Acuña pelea en las revueltas civiles durante el reinado de Enrique IV; y como digno final de esta serie de prelados políticos y conquistadores, ricos y poderosos como verdaderos príncipes, surgen el cardenal Mendoza, que guerrea en la batalla de Toro y en la conquista de Granada, gobernando después el reino, y Jiménez de Cisneros, que, no encontrando en, la Península moros a quienes combatir, pasa el mar y va a Orán, tremolando la cruz, convertida en arma de guerra.

Mientras tanto, si algún diablo cojuelo hubiese levantado el techo del boudoir de la condesa de Albornoz, hubiérase descubierto una extraña escena: hallábase este alumbrado por una gran lámpara, sostenida por un negro desnudo, de tamaño natural, admirablemente tallado en ébano, y Currita, sentada ante un pequeño secrétaire muy bajo, parecía completamente absorta en un singular estudio caligráfico, mientras vagaba por sus labios una finísima sonrisa, semejante, no en lo terrible, pero en la solapada y astuta, a la que puso el genio de Liezen-Mayer en los labios de Isabel de Inglaterra, al representarla en el acto de firmar la sentencia de muerte de su prima María Stuard.

Verdaderamente, era para ella una desgracia llamarse Albornoz, porque de ser su nombre menos ilustre, hubiera corrido a la capital del antiguo reino de los Esteban y Vladimiros a disputar el premio de la hermosura a Cornelia Szekely, la húngara laureada.

Este regreso a la patria después de muerto había durado muchos meses, yendo el buen cardenal a jornadas cortas, de iglesia en iglesia, precedido por un cuadro de Cristo, que adornaba ahora su capilla, y esparciendo sobre las multitudes arrodilladas los olores de su embalsamamiento. Para don Gil de Albornoz no había nada imposible. Era la espada del apóstol que volvía al mundo para imponer la fe.

Currita leyó extrañada estas solas líneas: «Si la señora condesa de Albornoz viene a Loyola a confesar sus pecados y a pedir a Dios perdón de sus extravíos, no tiene que fijar hora ni tiempo, porque todos son igualmente oportunos... Pero si viene sólo a hacer a esta Santa Casa testigo del escándalo de su vida, se la suplica encarecidamente evite el disgusto de tener que cerrarle la puerta a su afectísimo en Cristo y humilde servidor, PEDRO FERNÁNDEZ, S. J.»

¡Alto ahí, canalla, o te rompo el morro! exclamó Diógenes poniendo su formidable puño en las narices mismas de Jacobo . ¿Qué es lo que buscas ? ¿Dinero?... Pues ahí tienes a la de Albornoz; una... pelona como , que te dará lo que quieras... ¿Qué más te da, llamarte Jacobo que monsieur Alphonse?...