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Lo primero llevaba buen camino: de algún tiempo atrás venían los políticos más conspicuos inclinándose a esa opinión. En cuanto a lo segundo, nos duele confesar que no tenía verosimilitud de ninguna clase.

No cupo mayor pompa en el escenario en que se representan esas farsas en honor de las notabilidades de alquimia, y todo se hizo ajustado al más solemne y ostentoso ceremonial: la exposición del cadáver en la capilla ardiente, entre largos blandones y negras colgaduras de tosca bayeta; el triste clamóreo de la prensa periódica rindiendo «el último tributo de justicia al prócer insigne, al varón íntegro, al padre amoroso, al ciudadano ejemplar, al celoso representante de la patria, al protector generoso de las artes y de las letras, al orador de honrada palabra», etc., etc., y haciendo la pintura de su muerte inesperada, con descripciones minuciosas de lugares y accesorios, y con glosas y comentarios de los elogios que momentos antes del triste suceso habían dedicado al aún vivo personaje los hombres más «conspicuos» de la política, de las armas, de las letras y de la banca; el simbólico catafalco, cargado de emblemas y atributos, tocando casi en las bóvedas del templo, entre una hoguera de luces sobre ricos y enormes candelabros; las naves atestadas de «mundo»: allí los vistosos uniformes de las más altas jerarquías políticas y militares; allí la severa etiqueta civil, las gentes de la aristocracia y de los «salones elegantes», y allí, en fin, en apretados grupos, las matronas del «gran mundo» ricamente ataviadas de negro, con la mirada repartida entre el devocionario y la concurrencia, agitando maquinalmente los abanicos mientras, desde el coro, llenaba de resonantes armonías los ámbitos de la iglesia, la mejor capilla de Madrid.

Y con tanto charlar estos gacetilleros y poetas, no dijeron una palabra de don Mauricio el Solemne, sino para citar su nombre entre los más «conspicuos» concurrentes; nada de sus ahogos al meeroodeear materiales para un brindis, al primer taponazo del Champagne; nada de sus moribundas miradas a la «picante beldad, ilusión consoladora de los espléndidos marqueses de Montálvez»; nada de ciertas finezas metafóricas que el deslumbrante banquero logró deslizar al oído de la elegante dama, como tímido recuerdo de sus anteriores memoriales.

En aquella ocasión Tiburcio dio pruebas de lo bien que se enteraba de todo, señalando a su señor los más conspicuos caballeros y las más garridas damas, que en aquella procesión se parecían, y diciendo sus nombres, sus cualidades y su historia. Nadie llamó tanto la atención de Miguel de Zuheros, como una dama muy hermosa y muy joven que iba cerca de la Reina.

En el cuartito había unos veinte individuos; los más conspicuos del belarminismo y del antibelarminismo. Estaban entornadas las maderas del balcón, para que no se introdujese el ruido de la calle. Sentaron a Belarmino muy cerca de un gran cortinón de velludo, color oro viejo. Belarmino parecía sumido en completa insensibilidad, como amputado del mundo de las cosas vivas.

El anverso de la medalla no se correspondía con el dorso; pecho alisado con rasero; rostro acecinado y de ojos conspicuos; una faz del todo masculina. ¡Uf, uf! ¡Qué hombre ése! rompió a parlotear . Qué aspecto de desenterrado. Si huele a camposanto.... No , Belarmino, como le admite usted aquí. Ha dejado un tufo.... Esta noche me da la pesadilla. ¡Ay! Si le veo no entro.

Sus viñas, sus olivares, sus huertas y sus cortijos eran conocidos por de Doña Blanca, y no por suyos. Aquella anulación marital no había llegado, con todo, hasta el extremo de la de algunos maridos de Madrid, á quienes apenas los conoce nadie sino por sus mujeres, cuya notoriedad y cuya gloria se reflejan en ellos y los hacen conspicuos.

Confieso que en aquellos momentos me faltó el valor. ¿Qué haría el inexperto escolar, apenas salido del colegio, convertido en jefe de familia? Respondía de su diligencia, de su abnegación; pero no fiaba en sus aptitudes. Le alentaba saber que en Villaverde todos le conocían; que allí, de tiempo atrás, todos los suyos merecieron consideraciones de los más conspicuos villaverdinos.

Y los conspicuos, al ver la general desbandada, reían llenos de lástima y excitaban al maquinista para que hiciese más ruido, gozándose como los antiguos conquistadores con el espanto que su paso producía. Sentado allá en el templete griego de su fundo de Arbín, entre Pan y las Ninfas, D. César de las Matas también oyó el ronquido estridente de la máquina.

Los personajes más conspicuos de la corte pasaban por allí pagando su tributo; y hasta don Casimiro Pantojas había hecho una noche sus hilitas, sin más que un ligero percance, hijo de su cortedad de vista: equivocó el trapo con el rico pañuelo de batista de la dama vecina, olvidado encima de la mesa, y púsose muy afanado a sacar hilas de este, haciendo dos pelotones finísimos.