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Pasaron algunas sutilezas; sobre los más delicados ápices de la etiqueta, como en cosa tan nueva, entre los Tribunales del Santo Oficio y de la Real Audiencia, que facilitó y ajustó y compuso el celo común de la exaltación de la Fe y la prudencia, arte y discreción de quien manejó estos negocios.

Los marqueses de Vegallana sabían tratar a sus convidados con todas las reglas de la etiqueta empalagosa de la aristocracia provinciana; pero en estas fiestas de amigos íntimos, de que a propósito se excluía a los parientes linajudos que no gustaban de ciertas confianzas, se portaban como pudiera cualquier plebeyo rico, aunque sin perder, aun en las mayores expansiones, algunos aires de distinción y señorío vetustense que les eran ingénitos.

No solamente no admiraba los modales distinguidos de las señoritas de Moscoso ni la severa etiqueta que se usaba en aquella noble mansión, sino que la infringía á cada instante con inocente osadía. Le habían puesto maestros y maestras; gramática, historia, francés, música, labores, todo esto querían las nobles señoras que aprendiese en poco tiempo.

Nada sabemos de los festejos que se hicieron en su coronacion, pero no es de presumir que su esposo tan exacto en la etiqueta, omitiese ninguna de las formalidades que prescribió.

Las hermanitas, vestidas unas veces con trajes de sociedad, obra de una modista francesa, y que todavía estaban por pagar; graciosamente disfrazadas otras de labradoras, de pierrots o de calabresas; Rafael, de etiqueta, embutido en un gabán claro, tan corto de faldones que parecía una americana; y la mamá satisfecha del éxito alcanzado por sus niñas, y a pesar del cansancio, sonriente y majestuosa con su vestido de seda, que crujía a cada paso, y encima el amplio abrigo de terciopelo, Juanito contemplaba con el cariño de un padre este desfile desmayado que iba en busca de la cama, arrojando al paso en las sillas los adornos exteriores.

En este retrato, el joven señor estaba vestido enteramente al uso de Europa, de toda etiqueta, con corbata blanca y con un frac, tan admirablemente cortado y que le caía tan bien, que no soñaría hacerle mejor, ni Frank, el de Viena, ni el sastre más famoso de Londres. Por bajo de este retrato había otro letrero que decía: en traje de etiqueta para ir a un baile del Lord Gobernador de la India.

Yo experimentaba una intensa antipatía por las artes, pero sobre todo, por la música, puesto que la maldita etiqueta no permite taparse los oídos, mientras que es lo más fácil no mirar un cuadro o darle la espalda. Con todo, cuando el señor de Couprat tocaba valses, lo escuchaba con gusto y largo rato; mas, era él lo que me gustaba y no los valses.

Pero lo raro es que en aquel salón no había nadie más que yo, que me paseaba en traje de etiqueta, viendo repetirse mi imagen en todos los espejos. El silencio era casi absoluto. Mis pies se hundían en la mullida alfombra sin producir ruido. Al cabo de algún tiempo observé que se abría una puerta y aparecía en ella la torneada figura de la condesa, rica y elegantemente vestida.

Y entonces ¿por qué no me disteis la mano al entrar? Es que según la etiqueta la iniciativa os correspondía, señorita. ¡Ah! ¿la etiqueta? Sin embargo, en el Zarzal, no os acordabais de ella. Estábamos en condiciones especiales, y bien lejos de la sociedad, por cierto, respondió sonriendo. ¿A caso la sociedad prohíbe que seamos amables?

El duque, algo apabullado por los excesos de la buena vida, un tanto muerta la mirada por el mucho trasnochar o la afición a los naipes, era todavía un hombre bien plantado, elegante, de educación británicamente escrupulosa en lo que a la etiqueta se refiere, y hasta instruido.