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El domingo es alegre en Villaverde; muy alegre si se le compara con los demás días en que las calles y plazas están casi desiertas. La población rural viene a la ciudad con motivo del tianguis, y los villaverdinos salen de sus casillas para ir a misa y al mercado.

Para que tan ilustre nombre pasase a los pósteros, así lo dijo en cabildo pleno el pomposísimo Cicerón, el apellido ilustre del general fué aplicado a todo establecimiento público, escuela, teatro, hospital, paseo, etcétera, etcétera. Una lápida conmemorativa, los villaverdinos se parecen por la epigrafía, señala al viajero la casa en que nació el grande hombre.

Y todos, usted, don Juan; y usted, Linares; y yo; todos los villaverdinos, sin excepción alguna, nos empeñamos en cerrar a los jóvenes el camino de la prosperidad. ¡Esto es lo cierto! ¿Dudan de ello? Vamos al grano; dígame usted, mi señor don Juan, hágame el favor de decirme: ¿cuánto gana ese muchacho que tiene usted aquí, y que trabaja de la mañana a la noche?

En aquel retiro fué hasta último día dechado de patriotas, modelo de firmeza política, y allí murió, como Napoleón, de una enfermedad hepática, despreciando a los villaverdinos, y burlándose de sus antiguos partidarios, a quienes atribuía el fracaso que le echó por tierra, y siendo objeto de la incondicional admiración de todos sus paisanos.

Dicen todos los villaverdinos que el piadoso clérigo señaló una fuerte suma para que su albacea mandara decir mil misas. Mil pesos legó para ello el testador y Linares se dijo: «Aquí mil misas me costarían mil pesos. Haré que las digan en Italia. En Roma es corto el estipendio, una lira...» y así lo hizo, y se aplicó el sobrante en pago de sus buenos servicios.

Sentí ganas de entrar en el gabinete de Castro Pérez y estrangular al escribano, el cual siguió diciendo: ¡No puedo hacer otra cosa! ¿En qué puede ganar más un chico que acaba de salir del colegio, y que vive, acaso por necesidad, en esta ilustre y magnífica Villaverde? Pues así como Rodolfo viven todos los muchachos villaverdinos. Muchos no tiene en qué ocuparse.

Villaverde se dividió en dos bandos; «villaverdinos» el uno, «vilaverdino» el otro, y se armó la de Dios es Cristo. El dómine y el abogado se dijeron mil perrerías; el periodista se metió en cabaña, y la budística ciudad estuvo mucho tiempo entretenida con la polémica. Por fin, el Gobierno del Estado puso término a las disputas. Expidió una circular que cayó como bomba en Villaverde.

Monte, ruletas, dados, polacas y lotería de cartones, congregaban todas las noches en la Plaza a los piadosos villaverdinos, que allí dejaban los cuartos para que los ediles nivelaran con el producto de las «rifas» el presupuesto municipal siempre deficiente. No lo que ahora sucede en Villaverde.

No; porque ciudades de la misma región y de naturaleza idéntica son animadas, alegres, festivas, jucundas, como decía el pomposísimo Cicerón. Los villaverdinos son de semblante triste, y en sus labios tiene la risa dolorosa expresión, como en gentes contrariadas y pesimistas.

Montañas y valles permanecen velados durante algunas semanas, y sólo de cuando en cuando, de mañanita, asoma el sol su rostro paliducho a través de las gasas, como para decir a los villaverdinos que no ha muerto, que ya le tendrán, el mejor día, muy guapo y rozagante.