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Actualizado: 9 de octubre de 2025
La capilla de San Antonio, el «santuario», como la llaman los viejos villaverdinos, es una iglesita de estilo churrigueresco, muy bien dispuesta y situada en lo más alto de una loma desde la cual se domina toda la ciudad. El cementerio está acotado con una verja que tiene sendas puertas en los tres lados. Cuatro añosos cipreses dan al sitio un aspecto fúnebre, verdadero aspecto de cementerio.
Villaverde se regocija de cuando en cuando, y tiene sus fiestas y sus paseos populares. No siempre ha de estar triste y malhumorada. El día tres de Mayo acuden los villaverdinos a la herbosa alameda de Santa Catalina.
El uno, general victorioso en no sé qué batallas, que la Historia olvidadiza habrá registrado en sus páginas inmortales, antiguo cosechero de tabaco, hombre nulo, cuyo habilidad consistió en rodearse de media docena de ambiciosos villaverdinos, los cuales le encumbraron, a fuerza de charlatanismo y demasías, hasta donde propios méritos y altas dotes de inteligencia nunca le hubieran elevado.
La belleza del paisaje, la dulzura del clima y la tranquilidad de la población, seducen a quien pone los pies en Villaverde; la budística ciudad extiende sus redes misteriosas, y ¡presa segura! De cierto que los villaverdinos no son localistas, a lo menos de un modo común y corriente, de modo que choca, como los hijos de una ciudad vecina.
Mis negocios y mi casa decía cuando le acusaban de huraño y retraído aquí estoy a mis anchas, con mi familia, con los míos. ¿Los amigos? ¡Vengan, vengan, que serán bien recibidos! Conoció desde luego el carácter de los villaverdinos, y quiso evitarse el andar en lenguas.
La otra gloria villaverdina fué un buen clérigo que nunca se acordó de su pueblo natal; un sacerdote austero, sencillo y trabajador, gran teólogo, al decir de don Román López que llegó a canónigo angelopolitano, y después a obispo, honor a que nunca aspiraron los villaverdinos; que nunca pensaron alcanzar, y que los llenó de alegría ¡Obispo un hijo de Villaverde! ¡Cielos! ¡Qué dicha!
Desde el día en que entré a servir al jurisconsulto me propuse vivir aislado, lejos de los chismes villaverdinos que ya comenzaban a disgustarme, así es que a las horas de descanso me encerraba en casa, a leer o a conversar con Angelina, y únicamente los domingos por la tarde me echaba a vagar por los callejones, o me iba a pasar dos o tres horas en las orillas del Pedregoso o en las verdes laderas del Escobillar, de donde volvía cargado de helechos y flores campesinas.
El gran círculo, centro de teósofos y de libres pensadores, formando al uso del liberalismo más avanzado, era por aquellos días piedra de escándalo para los piadosos timoratos villaverdinos, y dió quehacer y congojas al Cura y a sus vicarios, y mucha tela para sermones al bueno del P. Solís; y, qué más, hasta puso en manos del «pomposísimo» la pluma gloriosa del apologista.
Allá por las últimas semanas de septiembre acaban las lluvias diarias y copiosas, los cielos se despejan, y principia lo que suelen llamar los villaverdinos el veranito de octubre, frescos y hermosos días, cuyas alegres y límpidas mañanas y cuyos crepúsculos áureos y nacarados vienen a ser como la nota regocijada de la elegiaca sinfonía otoñal.
De lo que sí no hacen misterio, de lo que se muestran francamente satisfechos, es de la ingénita lealtad que atribuye a los villaverdinos la leyenda de su viejo blasón.
Palabra del Dia
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