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Actualizado: 9 de octubre de 2025


Allí, en las húmedas y boscosas calles de Barrio Viejo, encontraréis a todos los villaverdinos: unos a caballo, luciendo el potro rijoso y bien enjaezado, el pantalón ceñido, el sombrero suntuoso y el zarape de mil colores; otros, en viejos y desvencijados carruajes; los más, caballeros en el corcel de San Francisco.

A ser ciertas algunas noticias que de allí recibo, aun son fieles los villaverdinos a su dios; el culto ha decaído, pero la devoción vive, y vivirá en ellos por los siglos de los siglos.

Me diréis: ¿Y los extranjeros? ¿Y los que de fuera vienen, no dan a esa ciudad en petrificación ideas nuevas, nuevas costumbres, savia de vigor que transfundida en ese organismo le rejuvenezca y reviva? ¡Ay! No; el extranjero se aviene pronto al medio. Enriquece en pocos años, explotando a los villaverdinos, y se va a gozar a otra parte de los duros atesorados.

Algunos, pocos, lo hacen así; los más, a los dos o tres años de haber llegado, son ya unos villaverdinos completos, ni más ni menos que si allí hubieran nacido; como si de rapaces hubiesen guerreado en homéricas pedreas al pie del cerro del Cristo, en pro o en contra de la Escuela del Cura; como si hubieran salado en las dehesas del Escobillar, y aprendido latines en los bancos del pomposísimo Cicerón.

Es curioso notar que mis paisanos, los budistas villaverdinos, nunca se alegran y regocijan como en día tan lúgubre y de tan penosas memorias. No podía suceder de otra manera en la ciudad de las «almas tristes». ¡Cómo suspiré en el Colegio por aquella fiesta y aquel paseo! Así es que al ver que tía Carmen seguía bien me encaminé hacia Barrio Viejo.

Bien vista la cosa no era para tanto, y acaso he pasado días muy amargos sin que hubiese motivo para ello. El día que nos veamos te contaré todo. ¿A qué perder el tiempo en referir cosas desagradables? No te pongas a cavilar en esto. Chismes villaverdinos... y ¡nada más! «Debo decirte que hace tres días me separé de la casa de don Juan.

Y como por buenos que sean los diestros que están en el tendido, si los lidiadores son malos, mala resultará la corrida; para los buenos villaverdinos no hay chupa que les venga, ni capote que les salga a gusto.

Los villaverdinos no se entusiasman por nada; hay en su vida algo o mucho de la inmovilidad budística, sólo comparable con esas lagunas adormecidas, en cuyas aguas, eternamente límpidas y serenas, se retratan como en espejo clarísimo las copas de los árboles, los pompones de la enea y la obscuridad de las cercanas espesuras; lagunas perdidas en lo más recóndito de los bosques, muertas, heladas, sin peces ni ovas, que cualquiera creería de cristal, que no se estremecen al beso de la luz meridiana, cuyo reposo no turban cefirillos juguetones ni huracanes bravíos.

La campana de la aldea sonaba festiva, y el viento matinal, fresco e impetuoso, traía hasta allí las mil voces de los templos villaverdinos; música incomparable que repetida por los ecos parecía el canto de los valles y de los bosques. A poco descubrí el caserio, las torres y las cúpulas en cuyos azulejos centelleaba el sol. Media hora después estaba yo al lado de mis tías.

Son los villaverdinos un tesoro de virtudes. En su mirada se transparentan la mansedumbre y la benevolencia; es en ellos ingente la piedad, y al par de ésta sobresale la resignación. Pero el sentimiento religioso no es en las almas villaverdinas plácido y activo, sino, por lo contrario, lúgubre, apocado, meticuloso.

Palabra del Dia

aprietes

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