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Actualizado: 17 de julio de 2025
Sinuoso aquí, recto allá, corre como una serpiente hacia la barranca de Mata-Espesa, libre de arboledas en algunos sitios, oculto en otros por las alamedas y los naranjales. Desde lo más alto de la colina del Escobillar veréis la ciudad como un juego de dominó esparcido en un tapete verde, cortada por la cinta plateada del río a cuyas márgenes se agolpan caserones y templos.
Pasan la mañana en los callejones del Escobillar, recorren todo el barrio, se reúnen en los «solares», y allí comen el tradicional mole de guajolote, y los tamales de frijol, a la sombra de los naranjos y de los «jinicuiles» rumorosos.
Cien veces recorrí las márgenes del Pedregoso, y otras tantas ví, desde lo más alto de la colina del Escobillar, la puesta del sol.
A las diez de la mañana tomaba yo el sombrero y me iba a pasear por la ciudad. Al principio preferí los arrabales, los callejones sombríos, las márgenes pintorescas del Pedregoso o las plazoletas de la Alameda, vasto cuadro sembrado de fresnos, al pie de la colina del Escobillar; alameda sin flores y sin árboles copados, que por lo apacible y retirada me era gratísima.
No supe como disculparme; murmuré torpes excusas, alabé una pieza que no había yo escuchado, y me levanté para despedirme. Habló don Carlos de Villaverde, del día de la Cruz, del paseo en la Alameda y en la colina del Escobillar, y de la fiesta del Cinco de Mayo.
Me apartó dulcemente, y se retiró paso a paso. Volví entonces a mis paseos favoritos, todas las mañanas y todas las tardes, antes y después de ir al despacho del jurisconsulto. Recorrí otra vez las orillas del Pedregoso, y subí cien veces a la colina del Escobillar.
Me olvidé de mi edad, me imaginé que tenía siete años, me persuadí de ello, y me dije: Lo que es hoy, me desayuno, y dejo al pomposísimo don Román con sus odas y sus églogas. ¡Allá se las avenga! Ahora.... ¡Al cerro del Cristo, a las dehesas del Escobillar, a cortar guayabas en las sabanillas que bordan las orillas del Pedregoso! Y, dicho y hecho, en pie. Pronto estuve listo.
Desde el día en que entré a servir al jurisconsulto me propuse vivir aislado, lejos de los chismes villaverdinos que ya comenzaban a disgustarme, así es que a las horas de descanso me encerraba en casa, a leer o a conversar con Angelina, y únicamente los domingos por la tarde me echaba a vagar por los callejones, o me iba a pasar dos o tres horas en las orillas del Pedregoso o en las verdes laderas del Escobillar, de donde volvía cargado de helechos y flores campesinas.
Del lado del Norte, las lomas de San Antonio; los potreros del Escobillar; las casucas del Barrio-Alto, ocultas en la espesura de los jinicuiles y de los naranjales. Al Oriente, lo más pintoresco de la vega.
Algunos, pocos, lo hacen así; los más, a los dos o tres años de haber llegado, son ya unos villaverdinos completos, ni más ni menos que si allí hubieran nacido; como si de rapaces hubiesen guerreado en homéricas pedreas al pie del cerro del Cristo, en pro o en contra de la Escuela del Cura; como si hubieran salado en las dehesas del Escobillar, y aprendido latines en los bancos del pomposísimo Cicerón.
Palabra del Dia
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