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Actualizado: 17 de julio de 2025


Pero ¡ay! de repente me sentía yo acometido de profunda tristeza, de mortal melancolía, de aquella melancolía mortal, mi dulce compañera en las tardes de otoño, cuando sentado en la florida vertiente del Escobillar me abismaba en la contemplación del hermoso valle nativo iluminado por los últimos fuegos del crepúsculo.

Es cierto que desde allí se dominan los campos de Pluviosilla; pero ¡ay! sólo un poquito, muy poquito, los cerros de Villaverde; nada más la punta del Escobillar. ¡Cuánto hubiera yo dado por ver, aunque fuera desde tan lejos, esa peña en la cual te sientas a contemplar la puesta del sol.

Por ahí subían lentamente unos arrieros, silbando una canción popular, arreando a unos cuantos asnillos enclenques cargados de loza arribeña: ollas y cazuelas vidriadas que centelleaban con el sol. Un ranchero, jinete en parda mula, venía por el llano, y allá, cerca de las vertientes del Escobillar, trazaban las yuntas surcos profundos en la tierra negra y vigorosa.

El cielo de un hermoso azul; el sol poniéndose detrás de la colina del Escobillar, y al Noroeste soberbias montañas, el pie nevado del Citlaltépetl. Avanzaba yo entretenido con el espectáculo de aquella regocijada multitud, cuando columbré a Castro Pérez.

Por la tarde, hombres y mujeres, ancianos, jóvenes y niños, suben a la colina del Escobillar, donde un viejo borrachín, ya medio loco por el aguardiente, y muy conocido de mis paisanos, clava una gran cruz de madera en una roca de la vertiente oriental, al son de las músicas, al estallido de los petardos, y al disparar de los morteretes.

Id entonces al Escobillar, subid a la cercana colina, y gozaréis del más hermoso panorama; trepad a lo más alto, y tendréis ocasión de admirar la fecunda vega del Pedregoso, celebrada mil y mil veces por los poetas de Villaverde, y cantada en exámetros latinos y en liras arcaicas por el pomposísimo Cicerón.

Palabra del Dia

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