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La pobrecilla, para entretener sus fastidios villaverdinos, repasaba el repertorio en boga. No me detuve a escucharla. Me pareció que cometía yo una infidelidad. La plaza estaba casi a obscuras. Ardían los cinco faroles, pero con luz tan débil y escatimada, que apenas dejaban ver los árboles, la fuente y el barandal.

Tomé por las calles más apartadas y solitarias, temeroso de que las gentes me vieran a caballo. «¡Charrito de barro, charrito de agua dulce!... dirían. ¿De cuándo acáLa idea de que podía yo ser objeto de risas y de burlas me atormentaba cruelmente. Ya me parecía oir a los murmuradores villaverdinos en la botica de don Procopio. ¿Saben ustedes la gran noticia?

Cuando compró la hacienda de Santa Clara, el señor Fernández vino a vivir a mi ciudad natal, y procuró relacionar a los suyos con lo mejor de Villaverde. Pero éstos no hicieron relaciones con nadie; mejor dicho: los villaverdinos no correspondieron a los deseos de la señora y señorita Fernández.

Así le conocí cuando era yo niño, cuando mis buenas tías me confiaron a la férula resonante de aquel buen anciano, maestro de dos o tres generaciones de villaverdinos. Esto de la férula no es figura retórica; el pomposísimo la tenía, y muy sólida, de perdurable zapotillo, ennegrecida por el uso.

Confieso que en aquellos momentos me faltó el valor. ¿Qué haría el inexperto escolar, apenas salido del colegio, convertido en jefe de familia? Respondía de su diligencia, de su abnegación; pero no fiaba en sus aptitudes. Le alentaba saber que en Villaverde todos le conocían; que allí, de tiempo atrás, todos los suyos merecieron consideraciones de los más conspicuos villaverdinos.

De todo recelan los villaverdinos; a nadie conceden su confianza; todo se lo temen de los extraños, tanto lo malo como lo bueno; nada les place; todo lo censuran; a nada se atreven por miedo a los demás; viven con el día y nunca piensan en lo venidero. De aquí que no prosperen ni adelanten; de aquí su mezquindad y su pobreza vergonzantes. Son una especie de cristianos fatalistas.

Es persona de buen juicio y de mucha experiencia, pero se trata de su hija, y no le será grato saber que Gabriela y yo somos a estas fechas sabrosísimo plato para los villaverdinos maldicientes. Pensará que yo he dado motivo para esas conversaciones». Andrés vino a cenar conmigo. Don Román pasó con nosotros la velada, y al siguiente día, muy de mañana, salí camino de la hacienda.

Antaño los villaverdinos tenían en el extranjero que llegaba a su pintoresca ciudad motivo de burla y diversión. Principiaban por reirse del color de sus vestidos y de su manera de llevar el cabello. Cuchicheaban de él en sus bigotes, le cortaban un sayo, y luego acababan por imitar lo que censuraban, y de la peor manera.

Muéstranse merecedores de cuantas lindezas les dice el mote; prodigan en todas partes la heráldica presea, en edificios, sellos, telones, marcas de tabacos y botellas de cerveza; repiten la empresa en inscripciones castellanas y latinas, en discursos, en documentos oficiales, en periódicos, que también tiene periódicos Villaverde y hasta en los sermones sale a relucir el famoso lema, concedido a mi querida ciudad natal por la Muy Católica Majestad del Rey Don Felipe IV. Fuera el consabido lema poderoso estímulo para mis paisanos, si éstos entendieran las cosas a derechas, pero Villaverde es la tierra de las ideas falsas, y el mote lisonjero de su blasón sólo sirve para que los villaverdinos vivan estacionarios y no suelten los andadores para entrar, libres y decididos, por los amplios caminos de la vida moderna.

En un artículo «transitorio» se decía que «la Junta pedía y reclamaba de los villaverdinos que decorasen por el día e iluminasen por la noche el frente de las casas». Pero a pesar de los esfuerzos del H. Ayuntamiento y de la R. Junta Patriótica, presidida por el eterno don Basilio, nadie correspondió a tan cortés invitación.