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La misa de doce es la más concurrida; a ella van, las muchachas en privanza, muy emperejiladas y lindas, y en el atrio de la Parroquia, bajo los fresnos y los ahuehuetes, se reune la flor y nata de la pollería villaverdina. Visité a don Román, el cual se mostró muy afable y cariñoso con su discípulo.

A la izquierda lejano caserío, la fábrica, el «real», los establos, hacia los cuales volvía el ganado, la capilla con su torre envuelta en un manto de hiedras; a la derecha la vega villaverdina iluminada por los últimos reflejos del sol; y en el fondo las altas montañas de la Sierra, sombrías, boscosas, coronadas de abetos y de ocotes.

Los individuos de la sociedad católica fundaron un periódico, «La Era Cristiana», que, sea dicho de paso, y repitiendo las palabras del dómine, «es el papel que habla más alto en favor de la cultura villaverdina». Le redactaba don Román, ayudado por el exclaustrado y por Castro Pérez.

La otra gloria villaverdina fué un buen clérigo que nunca se acordó de su pueblo natal; un sacerdote austero, sencillo y trabajador, gran teólogo, al decir de don Román López que llegó a canónigo angelopolitano, y después a obispo, honor a que nunca aspiraron los villaverdinos; que nunca pensaron alcanzar, y que los llenó de alegría ¡Obispo un hijo de Villaverde! ¡Cielos! ¡Qué dicha!

Discípulo aprovechado de don Román, criado en los clásicos, como él me dijo, dióme, a pesar de mis aficiones románticas, por la poesía mitológica y horaciana. Cantaba yo la vega villaverdina, el «sesgo» y «undívago» Pedregoso, y la hermosura de mis paisanas. En el último soneto puse sobre los cuernos de la luna a la dulce Angelina, oculta bajo el poético nombre de Flérida.

El pobre amanuense de Castro Pérez, herido y lastimado por la murmuración villaverdina; un pobre estudiante, recién salido de aulas, favorecido por los elogios de don Quintín Porras, y llevado a Santa Clara por las recomendaciones de un maestro de escuela, de un médico a la antigua, sin fortuna ni fama, y de un mendigo franciscano.

Protesté contra la murmuración villaverdina de la cual era yo víctima hacía tantos días; declaré que me indignaba oír tantas mentiras como repetían las gentes, y supliqué a las niñas que no dieran oídos a tales dichos.

A poco en nada difieren de mis paisanos; reúnen los cuatro reales, se prendan de alguna villaverdina modesta, hacendosa y pacata, que las hay lindas como una rosa y buenas como el pan de gloria, ¡y... lasciate ogni speranza voi che entrate!

Yo las seguí maquinalmente.... «Parece que...» Estas palabras resonaban en mis oídos como los rumores de lejana tempestad. ¡Bien sabía yo hasta dónde era capaz de llegar la murmuración villaverdina!

¿Enamorado de esa niña? ¡Ni por pienso! ¡Murmuración villaverdina! ¿Murmuración? Vale más. Ya dieron en decirlo, y seguirán.... Créame usted, Angelina; créame usted: la señorita es guapa, que es guapa, linda como un ramo de rosas; pero el joven que se complace en oirla tocar no ha puesto en ella los ojos, ¡ni los pondrá jamás! Mi voz despertó a tía Pepa. Yo estaba separando el último pétalo.