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Era la toquilla de la casa, la señorita aturdida que aprende de todo sin saber hacer nada; la que por la calle no podía ver una figura ridícula sin estallar en ruidosa carcajada; la que tenía en sus gustos algo de muchacho y aseguraba muy formal que sentía placer en hacer rabiar a los hombres; la que se escapaba a cada instante del salón, para ir a la cocina a charlar con las criadas, gozando en ser su amanuense, sólo por intercalar en las cartas al novio soldado terribles barbaridades, con las que estaba riéndose toda una semana.

En los dos o tres meses que permanecía allí, les prestaba algunos servicios, repasando las lecciones a sus hijos, acompañándolas en sus oraciones o sirviéndoles de amanuense, etc. Habitaba en casa de D.ª Eloisa. Cada verano se iba trasformando un poco: el niño se convertía en hombre. Al fin dejó tres años consecutivos de venir, para tomar las últimas órdenes.

Le , y quedé encantado de su charla. Por gozar de ella procuraba yo retardar el trabajo, aquellas copias de los alegatos de Castro Pérez, difusos, cansados y fastidiosos, que me tenían por largas horas pegado a la mesa. Castro no dejaba salir de su casa un escrito suyo si no iba puesto en limpio por el amanuense.

En toda la Guardia Blanca un solo soldado sabía leer y recuerdo que se cayó en una cisterna durante el asalto de Ventadour; lo que prueba que el leer y escribir no es para hombres de guerra, por mucho que le pueda servir á un amanuense.

Comenzó a pasearse inquieto, en el escritorio, hasta que oyó la voz de Manuel que decía: "Ahí están", con un tono tal, que traducía a las claras su alegría por haber aventajado al amanuense en una información para el doctor, que era el Dios de ambos. No tardó en hallarse en su presencia un señor alto, de maneras distinguidas, vestido de negro, con el cabello blanco, cortado en forma de melena.

¡Qué pequeños y miserables conceptuaba, comparados con él, al estudiante de primer año que debía servirle de amanuense y que era un comprovinciano suyo y al gallego Manuel que le servía de mandadero! Ambos no le llamaban sino el doctor, como obligaban las tablillas que tenía a la puerta, y le halagaba que no le olvidaran el título ni aun en la más insignificante emergencia de la vida.

Bien sabe Dios que nunca he olvidado tanta generosidad; pero esa noche me sonrojé, me dio vergüenza aceptar los servicios del médico, sin retribuirlos debidamente. Vamos... prosiguió don Crisanto, en tono afable, ¿ya te resolvió Castro Pérez? ¿Vas a servirle de amanuense? El martes estaré por allá. No entiendo nada de esas cosas.... Bueno; pero todo se aprende.

Benedicta era tribunal y verdugo. Enrostró a Aquilino la villanía de su conducta, rechazó sus descargos y luego le dijo: ¡Estás sentenciado! Tienes un minuto para pensar en Dios. Y con mano segura hundió el acero en el corazón del hombre a quien tanto había amado... El pobre amanuense temblaba como la hoja del árbol. Había oído y visto todo por un agujero de la puerta.

Poniendo término a la cuestión de si Pizarro supo o no firmar me decido por la negativa, y he aquí la razón más concluyente que para ello tengo: En el Archivo General de Indias, establecido en la que fué Casa de Contratación en Sevilla, hay varias cartas en las que, como en los documentos que poseemos en Lima, se reconoce, hasta por el menos entendido en paleografía, que la letra de la firma es, a veces, de la misma mano del pendolista o amanuense que escribió el cuerpo del documento. «Pero si duda cupiese añade un distinguido escritor bonaerense, don Vicente Quesada, que en 1874 visitó el Archivo de Indias , he visto en una información, en la cual Pizarro declara como testigo, que el escribano da fe de que, después de prestada la declaración, la señaló con las señales que acostumbraba hacer, mientras que da fe en otras declaraciones de que los testigos las firman a su presencia».

Por cada estatua, por cada piedra preciosa tallada, por cada blasón, escudo ó divisa, moldura y relieve que aquí pueda ocupar y dar de comer á un amanuense hábil y discreto como , hay allí ciento. En el saco de Carcasona yo habitaciones enteras atestadas de pergaminos, sin que ninguno de nosotros pudiera leer una palabra de tanto fárrago.