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Mi padre no podía llevar con paciencia su postergación. Se perecía por atraer la amistad de los estudiantes y demostrarles que él, intelectualmente, era muy superior a aquel loco. Un día que yo le menté mis paseos con Angustias y Celesto, me prohibió que siguiese cultivando aquella compañía; pero, como no se enteraba de nada, no le hice caso.

Pero ¡ahora!... Ahora él, aunque no sabía leer, se enteraba de las cosas del mundo cuando iba a San José los domingos y hablaba con el secretario del Ayuntamiento y otras personas letradas que leían periódicos. Los reyes se casaban con reinas y las pastoras con pastores. Se acabaron los buenos tiempos.

A veces se dibujaba en su rostro una levísima sonrisa burlona. Se enteraba de todo con interés, loaba los trabajos que se habían llevado a cabo, proponía otros nuevos. Y al ir y venir soltaba el brazo unas veces, otras lo tomaba, despertando en el alma del conde sensaciones diversas, pero todas vivas y anhelantes.

Al principio todo fue bien, y hasta abundaron las zumbas, las indirectas y las ironías enderezadas a Pepazos, que no se enteraba de la mayor parte de ellas por natural torpeza de su magín.

En aquella ocasión Tiburcio dio pruebas de lo bien que se enteraba de todo, señalando a su señor los más conspicuos caballeros y las más garridas damas, que en aquella procesión se parecían, y diciendo sus nombres, sus cualidades y su historia. Nadie llamó tanto la atención de Miguel de Zuheros, como una dama muy hermosa y muy joven que iba cerca de la Reina.

Y con todo, al capellán no le llegaba la camisa al cuerpo. ¡Si Nucha se enteraba! ¿Y quién duda que se enteraría en el momento menos pensado?

Tenía las llaves de la farmacia, de los depósitos de ropas, de leña gruesa, de sarmientos; los bonos de pan firmados por el alcalde iban escritos de mano de ella; si añadía de lo suyo a la liberalidad comunal, nadie se enteraba, y los pobres recibían el beneficio sin saber nunca la mano que se lo daba.

Pero la otra estaba ciega y sorda; no se enteraba de nada, y dio a su amiga tal empujón, que si no se apoya en la pared cae redonda al suelo. Salió triunfante, echando a una parte y otra miradas de altivez y desprecio.

El brigadier le recibía con los brazos abiertos y le apretaba contra el pecho preguntándole después con sonrisa dulce y triste: «¿Cómo te va, hijo míoSe enteraba minuciosamente de sus estudios, de sus recreos, de sus faltas, de sus premios, de cuanto le ocurría, en suma, y no se cansaba de recomendarle la formalidad y la aplicación; casi nunca se marchaba sin dejarle algún regalo o dinero, que no pocas veces pasaba íntegro a las manos de la gentil planchadora, dueño absoluto de sus acciones y pensamientos.

Y estampaba en las mofletudas mejillas de su hijo esos estrepitosos y apretados besos de las madres, que parecen mordiscos del alma. El niño, enjugándose sus grandes ojos de un azul profundo, como el mar visto de lejos, no se enteraba de nada.