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La princesita Isaura quería tanto a su esposo, que cuando lo miraba se quedaba mirándolo como un mirasol que se aduerme mirando el sol. No tenía otro pensamiento que servirlo. En su bastidor le bordó unas zapatillas con sus iniciales de perlas y rubíes. También le bordó una relojera para el día de su santo, pero no le puso iniciales para que no se confundiese con las zapatillas...

No, por cierto, sino que lo hace por el estorbo que le dará mi presencia cuando quiera poner en ejecución sus malos deseos; ni penséis que la ha movido a mudar religión entender ella que la vuestra a la nuestra se aventaja, sino el saber que en vuestra tierra se usa la deshonestidad más libremente que en la nuestra''. Y, volviéndose a Zoraida, teniéndole yo y otro cristiano de entrambos brazos asido, porque algún desatino no hiciese, le dijo: ¡Oh infame moza y mal aconsejada muchacha! ¿Adónde vas, ciega y desatinada, en poder destos perros, naturales enemigos nuestros? ¡Maldita sea la hora en que yo te engendré, y malditos sean los regalos y deleites en que te he criado! Pero, viendo yo que llevaba término de no acabar tan presto, di priesa a ponelle en tierra, y desde allí, a voces, prosiguió en sus maldiciones y lamentos, rogando a Mahoma rogase a Alá que nos destruyese, confundiese y acabase; y cuando, por habernos hecho a la vela, no podimos oír sus palabras, vimos sus obras, que eran arrancarse las barbas, mesarse los cabellos y arrastrarse por el suelo; mas una vez esforzó la voz de tal manera que podimos entender que decía: ¡Vuelve, amada hija, vuelve a tierra, que todo te lo perdono; entrega a esos hombres ese dinero, que ya es suyo, y vuelve a consolar a este triste padre tuyo, que en esta desierta arena dejará la vida, si le dejas! Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo sentía y lloraba, y no supo decirle ni respondelle palabra, sino: ''Plega a Alá, padre mío, que Lela Marién, que ha sido la causa de que yo sea cristiana, ella te consuele en tu tristeza.

Aquí alzaron las dos de nuevo los gritos al cielo; allí se renovaron las maldiciones de los libros de caballerías, allí pidieron al cielo que confundiese en el centro del abismo a los autores de tantas mentiras y disparates. Finalmente, ellas quedaron confusas y temerosas de que se habían de ver sin su amo y tío en el mesmo punto que tuviese alguna mejoría; y fue como ellas se lo imaginaron.

Teófilo Gautier al ver las Meninas, por primera vez, como si confundiese lo real con lo pintado, preguntó: «pero, ¿dónde esta el cuadroPablo de Saint-Victor contó en él hasta tres atmósferas distintas: Lefort dice: que es la última palabra de la pintura realista y textual: Stirling afirma que allí Velázquez «parece haberse anticipado al descubrimiento de Daguerre y tomando un grupo reunido en una cámara, lo ha como por magia impreso para siempre en el lienzo»: Stevenson dice que esta obra «es cosa única y absoluta en la historia del arte».

Dispuso desde luego cuanto estimó conveniente, para celebrar sério acto, de hacer respetar el nombre de nuestro augusto legítimo Soberano, y despues despachó muchos destacamentos por distintas direcciones, con las órdenes mas eficaces, para que por todos términos procurasen la captura de los fugitivos: con la prevencion de que la primera diligencia habia de dirigirse á cerrar el paso á los Andes por la provincia de Carabaya, á fin de que el rebelde y su familia no tuviesen el seguro asilo que se presumia buscasen en aquellas impenetrables asperezas, ó se confundiese entre los indios bárbaros.

Y pensando, pensando, resultó que a los pocos minutos adquirió el convencimiento de que Barragán había visto visiones. No tenía nada de extraño. Como era hombre tan poco acostumbrado a vivir entre damas ni aun entre personas civilizadas, bastaba cualquier semejanza de rostro o de toilette para que el infeliz se confundiese.

Desde entonces, los sospechosos de judaísmo, los que no contaban con un protector clérigo, tuvieron que ir todos los domingos a misa a la catedral con sus familias, bajo el mando y custodia de un alguacil, que los formaba en rebaño, les ponía un manto para que nadie los confundiese, y así los llevaba al templo, entre las rechiflas, insultos y pedradas del devoto populacho.

Y los tambores seguían redoblando detrás de la imagen, y las trompetas lanzaban su lamento, y todos cantaban a la vez, mezclando sus voces discordantes, sin que nadie se confundiese, comenzando y acabando cada uno su «saeta» sin tropiezo, como si todos fuesen sordos, como si el fervor religioso los aislase, sin otra vida exterior que la voz de temblona adoración y los ojos fijos en la imagen con una tenacidad hipnótica.