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¡Oh, señor, ve que es cosa de gran desesperanza salir por esos campos empuñando la lanza, A desfacer entuertos en sin igual empresa! ¡Luchar con la quimera hasta rendir los brazos, Y azotarse las carnes hasta hacerlas pedazos, Por romper el encanto que aduerme a una princesa! Pero todos lo hacemos.

¡Oh! ; lo que me sucede es muy grave dijo Montiño ; desde ayer han pasado por tantas desdichas que con ellas se puede llenar un libro, y por grande que fuese no sobraría mucho. ¡Ayer era yo tan feliz! ¡Erais feliz y os confesáis malo! ¡Ah, padre! todo me venía bien y tenía dormida la conciencia. El que aduerme su conciencia puede despertar condenado.

Pero entonces también acepta la tragedia. Figúrate a una de esas jóvenes señoras en la paz de su hogar. La rubia cabeza de un niño se aduerme sobre su seno; se diría otra Virgen con otro niño Jesús. El aire que en derredor de ella se respira parece impregnado de virtud. Un velo de religiosa castidad cubre la hermosura lánguida de su cara. Su sencilla actitud es una oración.

Tuvo cabo esta historia en la Era de César de 1342, e la escribió maese Cándamo. Feliz el que cubriendo su cabeza con la holanda sutil del blanco lecho, fija la mente en mágica belleza, se aduerme el alba en plácido reposo: y mil veces feliz y más dichoso si bebiendo en la copa del beleño, visita las mansiones encantadas que con oro y azul fabrica el sueño. ¡Oh, Nadir!

La princesita Isaura quería tanto a su esposo, que cuando lo miraba se quedaba mirándolo como un mirasol que se aduerme mirando el sol. No tenía otro pensamiento que servirlo. En su bastidor le bordó unas zapatillas con sus iniciales de perlas y rubíes. También le bordó una relojera para el día de su santo, pero no le puso iniciales para que no se confundiese con las zapatillas...