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La chica llama, mi mujer abre, la muchacha entra, deja nuestro avío, se va, mi compañera pasa la llave, y nos quedamos solos. ¡Qué hermosa es la casa en que vivimos! ¡Qué hermosa es la familia! ¡Qué hermoso es el amor! ¡Qué hermosa tambien es la tranquilidad! En este sentido, Paris nos ha hecho un gran regalo.

El comandante de Montevideo, D. Domingo Santos Uriarte, vizcaino, egecutó cuanto estuvo de su parte para el avio de la gente y de los misioneros, con la presteza posible.

Pues, señor, resulta de que yo, á la vera de la casa, tengo un güerto de carro y medio de tierra, que, en buena hora lo diga, es una alhaja pa el dicho de coger patatas y posarmos pa el avío de la casa...; como que el viudo del Cueto me daba por él un prao de cinco carros y un rodal viejo, y no se le quise cambiar.... ¡Que me muera de repente si es mentira!

Bastante he vivido ya. Siéntese. En seguidita le doy el dinero. Pero dígame una cosa que quiero saber. ¿De quién es ahora esta casa? Eso a usted no le importa. ¿Cree que estoy yo para perder el tiempo? La casa es de su amo. Le repito que no tengo ganas de conversación. ¿Es que quiere usted comprar la finca? Vamos; al avío... Ya sabe que soy hombre de pocas palabras.

Los estudiantes habían improvisado manteos con sayas negras, y tricornios de cartón con cuchara y tenedor de palo cruzados, completaban el avío; los grumetes tenían sencillos trajes de lienzo blanco y cuellos azules; en cuanto a la comparsa de señores, había en ella un poco de todo; guantes sucios, sombreros ajados, vestidos de baile ya marchitos, mucho abanico, y antifaces de terciopelo.

Y ten también presente que toda tu intercesión ha de ser por Roberto de York, corregidor de Southampton y no por Roberto de York mi primo hermano, el condestable de Chester. Y ahora, Jacobo, al avío, que todavía tenemos una buena tirada de aquí á Munster y el sol se ha puesto ya.

¿Quieres callarte, pelmazo?... ¿Vas á empezar con las simplezas de siempre? ¡Que , niña, que ! profirió Velázquez bajando la voz y avanzando el cuerpo hacia ella hasta meterle las alas del sombrero por los ojos. Que eres más rica que los doblones de á cuatro, más salada... Vaya, niño, déjame el alma quieta y no me saques los ojos con el sombrero, que aunque no son bonitos á me hacen avío.

En los periódicos elegantes no cabían las listas de tantas y tantas ropas, de tantas alhajas, de tantos muebles, de tantos caprichos de arte, comprado esto, regalado lo otro, tanto en París, cuanto en Viena; aquello, de Florencia; de Londres, lo de más allá; de Bruselas, los encajes; del mismísimo Japón y del propio Sevres, las porcelanas; de Bohemia, la cristalería de color; de puro rocío cuajado, la de mesa; lo que costaba el traje de novia, blanco como los ampos de la nieve; lo que podría comprarse, para avío de dos docenas de familias mal acomodadas, con lo que valían las joyas y el trousseau que regalaba el novio, sin contar con otro tan lucido que acababa de recibir «la hermosa prometida», como regalo de sus padres... Todo lo fisgoneaban, todo lo sabían y todo lo conocían por adentro y por afuera, por arriba y por abajo, los diligentes revisteros, y de todo escribían sin tregua ni descanso, sin calo ni medida, mojando la áurea pluma en «ámbar desleído» y sahumando el papel con nubes olorosas de mirra y algalia del Oriente.

Pepe, entre tanto, se avió pronto, con propósito de llegar al hôtel antes de que don Luis concluyera de vestirse y saliera al despacho, seguro, por este medio, de poder hablar un rato con su novia. En el camino estuvo dos veces a punto de volver pies atrás: por fin, el deseo de verla pudo más que el temor de la separación. Al entrar en el cuartito de la biblioteca, donde había nacido aquel amor que era la única alegría de su vida, casi le faltaron fuerzas. Creía que, con el tormento de pensar en su madre durante la pasada noche, había agotado todos los sufrimientos imaginables; y, al ver cercano el momento de alejarse de Paz, sintió que aún le cabía en el alma más dolor. ¡Qué grande y hermoso apareció, en cambio, a sus ojos, el cariño de su amante! ¡Qué contraste formaba aquella pasión desinteresada con la conducta de su madre!

Con este avío, pues, y una cara y unas barbas que no probaban agua ni tenían noticias del peine hacía un siglo, se presentó Agapo en el saloncito de música. Tan facha estaba, que, en medio de las sedas y los dorados, parecía una mala copia del Menipo de Velásquez, sin la capa, dentro de un marco de precio.