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En la obscuridad deslizábanse las manchas negras de algunos manteos camino de la sacristía, deteniéndose con grandes genuflexiones ante cada imagen; y a lo lejos, invisible en la obscuridad, adivinábase al campanero, como un duende incansable, por el ruido de sus llaves y el chirriar de las puertas que iba abriendo. Despertaba el templo.

Delante van y vienen los sacerdotes, con sus manteos de tisú precioso, o de seda verde y azul, y el bonete de tejido de oro, uno con la flor del loto, que es la flor de su dios, por lo hermosa y lo pura, y otro cargándole el manteo al de la flor, y otros cantando: detrás van los encapuchados, que son sacerdotes menores, con músicas y banderines, coreando la oración: en el altar, con sus mitras brillantes, ven la fiesta los dioses sentados.

Una noche la Regenta reconoció en aquel subterráneo las catacumbas, según las descripciones románticas de Chateaubriand y Wisseman; pero en vez de vírgenes de blanca túnica, vagaban por las galerías húmedas, angostas y aplastadas, larvas, asquerosas, descarnadas, cubiertas de casullas de oro, capas pluviales y manteos que al tocarlos eran como alas de murciélago.

También los catequistas alegres, graciosos, vivarachos, van y vienen, reprenden a las educandas con palabras de miel y sonrisas paternales, y se meten entre banco y banco mezclando lo negro de sus manteos redundantes con las faldas cortas de colores vivos, y el blanco de nieve de las medias que ciñen pantorrillas de mujer a las que el traje largo no dio todavía patente de tales.

¡Jesús!... ¡Vaya por Dios! ¡Vaya por Dios!... No pensé que fuera para tan pronto... ¡Pobre D. Álvaro! exclamó levantándose vivamente y apresurándose a ponerse los manteos y el sombrero. ¡Bah! ¡Un hereje que no ponía los pies en la iglesia! ¿Qué importa que se muera? Cuanto primero se lo lleven los demonios, mejor. El excusador le dirigió una mirada tímida y ansiosa.

Aquello que era pueril, ridículo y hasta pecaminoso. ¿Pues no se había puesto a fijarse, porque iba con la cabeza gacha, en los manteos y sotanas de sus colegas, y en los suyos, y no estaba pensando que el traje talar era absurdo, que no parecían hombres, que había afeminamiento carnavalesco en aquella indumentaria...? ¡mil locuras! lo cierto era que le estaba dando vergüenza en aquel momento llevar traje largo y aquella sotana que él otras veces ostentaba con majestuoso talante.

Rubinius vulgaris dio un paso, dejando solos a los dos curas que hablaban cogiéndose recíprocamente las borlas de sus manteos, y vio desaparecer a su amada, a su ídolo, a su ilusión, por la puerta aquella pintada de blanco, que comunicaba la sala con el resto de la religiosa morada.

En la obscuridad deslizábanse las manchas negras de algunos manteos camino de la sacristía, deteniéndose con grandes genuflexiones ante cada imagen; y a lo lejos, invisible en la obscuridad, adivinábase al campanero, como un duende incansable, por el ruido de sus llaves y el chirriar de las puertas que iba abriendo. Despertaba el templo.

Después reía señalando a un grupo de sacerdotes jóvenes, cuidadosamente afeitados, con las mejillas azules y sonrosadas y manteos de seda que al revolotear esparcían un fuerte olor de almizcle.

Pero no digas, como el <i>Diccionario manual</i>, que la democracia «es una especie de guarda-ropa en donde se amontonan confusamente medias, polainas, botas, zapatos, calzones y chupas, con fraques, levitas y chaquetas, casacas, sortúes y capotes ridículos, sombreros redondos y tricornios, manteos y unos <i>monstruos de la naturaleza que se llaman abates</i>».