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Cuando estuvo abajo, en el corredor, iluminado en plena tarde como un pasillo subterráneo, experimentó la inquietud del que cree percibir a sus espaldas unos pasos invisibles. No había nadie en esta calle profunda del buque, envuelta a todas horas en densa penumbra. Adivinábase que todos los camarotes estaban desiertos.

Adivinábase en su mirada cierta extrañeza por el rudo exterior del torero, por la diferencia entre ella y aquel mocetón matador de bestias. El también adivinaba este vacío que parecía abrirse entre los dos. La veía como si fuese distinta mujer: una gran dama de otro país y otra raza. Hablaron tranquilamente.

Y él estaba como un hombre primitivo en el interior de una torre bárbara, sin otro signo de civilización que aquella luz macilenta que sólo servía para hacer más visibles las tinieblas, rodeado de un silencio trágico, como si el mundo se hubiese dormido para siempre. Adivinábase al otro lado del muro de piedra la sombra preñada de misterios y peligros.

El doctor reconocía que no era gran cosa como mujer: la alegría de la juventud en los ojos, los cabellos rubios de su madre, y una esbeltez de muchacha sana en la que todos los encantos femeniles están aún recogidos, como en capullo, sin la majestad exuberante de la forma definitiva. A través de su belleza en agraz, adivinábase el esqueleto fuerte y anguloso del padre.

Adivinábase que había hecho gastos extraordinarios en la peluquería. Emanaba de toda su persona un manifiesto deseo de embellecerse, de hacer olvidar el Maltrana de antes. Apartó los ojos de los de su amigo, temiendo ver en éstos una expresión de reproche. El enfermo de que me habló usted muchas veces ha muerto hace poco rato.

Isidro comprendió que el personaje había llegado por fin adonde quería. Adivinábase en su rostro la placidez de haber soltado una proposición vergonzosa que era su tormento. El joven aceptó con breves palabras. ¿En qué había de consistir su trabajo? Estaba dispuesto a servirle, muy agradecido de que se fijase en él.

Lo decía sonriendo, pero a través de su incredulidad adivinábase cierto respeto por la ciudad lejana y misteriosa, urbe de maravillas y tesoros de la que hablaban continuamente los emigrantes. El marido movió la cabeza con autoridad, y sus ojos parecían decirle: «Mujer, que estás cansando al señor... Vosotras no entendéis nada de nada».

Ningún hombre aparecía a la vista; en el fondo, tras la sencilla cortina de rojo terciopelo, con las armas de Butrón bordadas en el centro, que cerraba la emboscadura del teatro, adivinábase, sin embargo, algo masculino, algún espíritu no santo que tosía y estornudaba como el resto de los mortales, porque dos toses y un estornudo, habían llegado al oído avizor de la señora de Barajas, que estaba allí cerca; tocó con el codo a su hermana, diciéndole muy bajo: «Aquí hay duendes»; y la otra, sin volver la cabeza, contestó muy seria: Robinsón y su negro Domingo, que se habrán constipado en la isla desierta.

El doctor hallaba natural que fuese San José el escogido para esta glorificación; el santo resignado y sin voluntad, con la pureza gris de la impotencia, hermoso molde escogido por aquellos educadores para formar la sociedad del porvenir. Adivinábase la proximidad de la villa.

Adivinábase la presencia, más allá de los tragaluces de los camarotes, de algo extraordinario. El aire era menos puro, sin emanaciones salinas, con bocanadas de agua en reposo que olían a marisco en descomposición, y junto con esto un lejano perfume de selva brava.