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Y mientras llevaban a cabo este retoque criminal, eran las exploraciones sin término, las rebuscas furiosas sobre el mármol del tocador, al través del bosque de frascos y cajas, persiguiendo objetos que aturdidamente tocaban sin reconocerlos. ¿Dónde estaba el polvo rosa? ¿Y el paño de Venus? ¡Adiós! ¡ya no quedaba una gota de «piel de España»! La mamá, con la manía de embellecerse que la había acometido a última hora, era una calamidad para las niñas.

Verdad que el espíritu humano puede embellecerse al contacto de toda realidad cuando arroja sobre ella una mirada serena; pero no es menos cierto que, á más de este elemento puramente subjetivo, hay en la producción de la belleza otro elemento objetivo que determina su valor y su fuerza.

Zumbaban los insectos, ebrios de calor y vida; aleteaban los pájaros, poblando el follaje de estremecimientos y suspiros; chirriaban los primeros grillos, ocultos en la hierba. El campo parecía embellecerse para ocultar en sus espesuras las caricias del amor, para arrullar a las parejas con los perfumes y cantos de su vida exuberante.

Ya en el siglo XVIII, y en tiempos del Asistente Dávalos, se formó una glorieta adornada con árboles, fuente, pirámides y asientos que fué la admiración de nuestros antepasados, mas aquel sitio puede decirse que no llegó á embellecerse por completo y á convertirse en uno de los más hermosos de las afueras de Sevilla, hasta los años en que ejerció el cargo de Asistente el célebre D. José Manuel de Arjona, á quien se debieron no pocas mejoras materiales de la población.

Adivinábase que había hecho gastos extraordinarios en la peluquería. Emanaba de toda su persona un manifiesto deseo de embellecerse, de hacer olvidar el Maltrana de antes. Apartó los ojos de los de su amigo, temiendo ver en éstos una expresión de reproche. El enfermo de que me habló usted muchas veces ha muerto hace poco rato.

Este descubrimiento me colmó de la mayor alegría. Ante todo, porque veía embellecerse mi vida con un encanto, que no dejaba por eso de ser real, y luego, porque si yo amaba, era seguramente correspondida. En efecto, amaba al señor de Couprat porque me había parecido hechicero; por consiguiente, mi aspecto debió producir en su corazón el mismo sentimiento, puesto que él me hallaba encantadora.

Sus crenchas cortas aparecían rizadas; acababa de vestirse un traje nuevo; se movía con menudos pasos empinada sobre altos tacones; adivinábase en toda ella una preocupación por embellecerse y agradar. Su rostro, bajo una capa reciente de polvos, parecía alargado, con leves oquedades en las mejillas, rastros sin duda de emociones debilitantes. Un círculo de sombra orlaba sus ojos, agrandándolos.

En su cara arrugada de manzana vieja parecían liquidarse las cuencas de los ojos. Aquel antro ahumado y lóbrego en medio de los pinares podía embellecerse con la presencia de Margalida.