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Esta juventud, con la cabeza descubierta, la cabellera partida en dos crenchas negras, abultadas, lustrosas, impermeables, que ningún huracán podía alterar ni conmover, y el menudo pie encerrado en botines de charol de alto empeine y vistosa caña, siempre que salía del fumadero volvía los ojos con cierto temor hacia el «rincón de los pingüinos». Allí estaban sus madres y parientas y las respetables amigas de sus familias; pero antes la fuga que dejarse atrapar por una cariñosa llamada y sufrir media hora de conversación en tan noble compañía. «¡Viejas pesadas! ¡Señoras macaneadoras!...» Y esperaban a que pasasen las primas o las futuras novias para unirse a ellas y atraerlas dulcemente hacia la popa o la banda de estribor, donde reían y saltaban como escolares en libertad.

Todo el cuerpo de Carmencita tembló, y sin dudar ni un segundo, sin volver la cabeza, despierta a la realidad de los sucesos, en una brusca sacudida de su ser, murmuró: Es Julio, que ríe. Doña Rebeca se rebullía en su cuarto con las crenchas blancas tendidas en enredada madeja, con los brazos secos alzados como las quimas de un árbol marchito que se elevase al cielo pidiendo venganza.

Deshacíase en lágrimas la triste, y Cervantes no podía ver si era joven o vieja, porque a más del manto que su cabeza cubría, caíanla sueltas sobre el semblante dos grandes y pesadas crenchas de negrísimos cabellos; pero reparando bien, y Cervantes reparó, porque tenía el alma viva y potente, y aunque la embargase un cuidado, perspicacia hallaba y reflexión y fijeza para lo que ante él de súbito aparecía, sacábase en claro, que joven y hermosa debía ser, porque unos tales, tan ricos y tan sedosos cabellos, parte eran de una hermosura, y demostración de juventud, y Dios no da comúnmente de una hermosura una parte, sin dar también las otras partes que a un hermoso todo contribuyen.

La veía encerrada en un medallón de seda, vestido interior impuesto por la estrechez de los trajes de moda, con cierto aire masculino y gracioso de doncel medieval, agitando sus crenchas cortas de gruesos bucles negros, su pelo verdadero, libre de los postizos del peinado, que esperaban sobre el mármol de la chimenea el momento del acople.

Era de mediana estatura, moreno, con un pie breve que la obligaba á ella á recoger los suyos debajo de las faldas , y su frente aparecía como un triángulo bajo dos crenchas de pelo lisas, negras, lustrosas cual planchas de laca. El tipo opuesto de los hombres que la rodeaban. Además vivía en París, en la ciudad que ella no había visto nunca, después de numerosos viajes por ambos hemisferios.

Además, el personaje imponía admiración con su aspecto. Los que le contemplaban por primera vez sonreían satisfechos. «Así se habían imaginado al grande hombre; no podía ser de otro modo.» Y parecían venerar con sus ojos las luengas barbas blancas, las dos crenchas de su cabellera, onduladas y brillantes como las vertientes de una montaña cubierta de nieve.

El pelo negro separábase en dos crenchas sobre la frente y se perdía bajo un pañuelo blanco anudado en el mentón, volviendo a surgir atrás en forma de trenza larga y enorme, con adorno de cintas multicolores que tocaban el borde de la falda. La muchacha, con una cestilla al brazo, permanecía inmóvil en el borde de la acera, admirando las altas casas y las terrazas de los cafés.

La doble redondez del firme pecho, sin compresión ni arrimo, se estremecía suavemente, al moverse la hermosa, entreviéndose por la transparencia de la tela su puro color de rosa y nieve. Recogidas con gracia en alto las abundantes crenchas de sus negros cabellos, dejaban ver el cuello despejado y cuan bien puesta se erguía sobre él la noble cabeza.

Desnoyers se dejó ver con menos frecuencia, abandonando su gloria á los profesionales. Transcurrían semanas enteras sin que las devotas pudiesen admirar de cinco á siete sus crenchas negras y sus piececitos charolados brillando bajo las luces al compás de graciosos movimientos. Margarita Laurier también huyó de estos lugares.

Sus crenchas cortas aparecían rizadas; acababa de vestirse un traje nuevo; se movía con menudos pasos empinada sobre altos tacones; adivinábase en toda ella una preocupación por embellecerse y agradar. Su rostro, bajo una capa reciente de polvos, parecía alargado, con leves oquedades en las mejillas, rastros sin duda de emociones debilitantes. Un círculo de sombra orlaba sus ojos, agrandándolos.