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Vinagre admiró como todo el pueblo, especialmente el pueblo bajo, los pies descalzos de la Regenta. En cuanto a él lucía deslumbradora bota de charol, con perdón de la propiedad histórica.

Pero como hombre dócil y de buena pasta, no sólo cedió a recortarse un si es no es la barba, sino que se vistió una flamante levita, se puso botas de charol, pantalón bombacho, sombrero de copa y en la corbata un alfiler con una enorme esmeralda falsa. ¡Estaba horrible! ¡patibulario! Los invitados al pasar junto a él no podían menos de sentir un escalofrío.

Mientras los carruajes de los invitados iban entrando unos tras otros en el patio principal, y las ventanas se adornaban al mismo tiempo con rostros desconocidos, yo recorría el jardín como un poseído, embarraba mis lindos zapatos de charol en la tierra húmeda, y lloraba a moco tendido. No me dejaron tranquilo mucho tiempo. Me llamaban de todas partes, y entré en la casa.

Este era un escribiente muy conocido en Legaspi, y su traje consistía en zapato bajo de charol, pantalón negro con ancha franja dorada, casaca azul con vueltas rojas en faldones y solapas y kepis con insignias de coronel, completando su atavío relucientes espolines, ancha espada de cazoleta, tricolor banda de seda, descomunales condecoraciones de papel dorado, amplios guantes de algodón y grueso palasán con puño de plata.

Si se adopta para hacer efecto y darse charol, no tiene perdón de Dios. ¿Por qué en odas, en elegías, en coplas, en dramas, en novelas y aun en gruesos librotes de filosofía, hemos de angustiar á los mortales y quedarnos tan frescos?

Pues ahora al tío roío le da por celarse de su sombra... Ya ves añadió con leve inflexión de vanidad, ¡á mis años y después de haber parido siete veces!... No puedo salir á la calle sin que se ponga en acecho; no puedo peinarme ni vestirme un poquito decente... Á fuerza de trabajos había logrado comprar unos zapatos de charol y hacerme un vestidito de merino fino.

Sobre un fondo claro se elevaba una elegante silueta de niña, cuyo vestido corto dejaba ver las finas piernas y estrechos pies calzados con zapatitos de charol. Recordó que cuando se parecía a aquella chicuela, Juan era su gran amigo. ¡Y qué dulce y complaciente gran amigo! Siempre dispuesto a satisfacer sus deseos, sin cansarse jamás de sus caprichos.

Y entonces se levantó Don Pomposo del sofá colorado: «Mira, mira, Bebé, lo que te tengo guardado: esto cuesta mucho dinero, Bebé: esto es para que quieras mucho a tu tío». Y se sacó del bolsillo un llavero como con treinta llaves, y abrió una gaveta que olía a lo que huele el tocador de Luisa, y le trajo a Bebé un sable dorado ¡oh, que sable! ¡oh, qué gran sable! y le abrochó por la cintura el cinturón de charol ¡oh, qué cinturón tan lujoso! y le dijo: «Anda, Bebé: mírate al espejo; ése es un sable muy rico: eso no es más que para Bebé, para el niño». Y Bebé, muy contento, volvió la cabeza adonde estaba Raúl, que lo miraba, miraba al sable, con los ojos más grandes que nunca, y con la cara muy triste, como si se fuera a morir: ¡oh, que sable tan feo, tan feo! ¡oh, qué tío tan malo!

Porque traes pechera rizá y botones de brillantes y botas de charol ¿no hay más remedio que derretirse por ti? No, hijo, yo no me enamoro de la lencería ni de esos requiebros mohosos que traes siempre en la boca. Anda, á emplear tanta gala con las infelices que te han escuchado.

¡Ay! ¡Cuándo y dónde, encontraré un pueblo en la tierra, en que no se me mire al pecho y á los piés, como para ver si llevo cadena y bota de charol; para ver si pueden esperar de una propina; sino que se me mire á la frente y á los ojos, para ver si tengo talento y bondad con que hacer un bien á este mundo!