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D. Pedro del Congosto, aprende de él; mírate en el espejo de su respetuosidad, de su severidad, de su aplomo, de su impasible y jamás turbado platonismo; observa cómo enfrena sus pasiones; como enfría el ardor de los pensamientos con la estudiada urbanidad de las palabras; cómo reconcentra en la idea su afición y pone freno a las manos y mordaza a la lengua y cadenas al corazón que quiere saltársele del pecho.

Mi señora la duquesa te dirá el deseo que tengo de ir a la corte; mírate en ello, y avísame de tu gusto, que yo procuraré honrarte en ella andando en coche.

Nosotros te pondremos delante de los ojos el gran espejo de la Verdad, iluminado por la esplendorosa luz de los nuevos días. Mírate en él... ¡Ah, desdichada! Te turbas, te sonrojas... ¡te avergüenzas!... ¡Lo comprendemos, , lo comprendemos! Te ves andrajosa y fea, y esclava vil, y degradada y sola, entre la muchedumbre de otros pueblos risueños, hermosos, libres y florecientes...»

La tuya ¡pobre Rafael! no existe ya, ni aun exteriormente. Mírate bien: estás muy feo ¡hijo mío! Has perdido aquella esbeltez interesante de la juventud. Me haces reír con tus ensueños. ¡Una pasión a estas horas! ¡el idilio de una jamona retocada y un padre de familia calvo y con abdomen! ¡Ja, ja, ja! ¡Cruel! ¡Cómo reía! ¡cómo se vengaba!

Y entonces se levantó Don Pomposo del sofá colorado: «Mira, mira, Bebé, lo que te tengo guardado: esto cuesta mucho dinero, Bebé: esto es para que quieras mucho a tu tío». Y se sacó del bolsillo un llavero como con treinta llaves, y abrió una gaveta que olía a lo que huele el tocador de Luisa, y le trajo a Bebé un sable dorado ¡oh, que sable! ¡oh, qué gran sable! y le abrochó por la cintura el cinturón de charol ¡oh, qué cinturón tan lujoso! y le dijo: «Anda, Bebé: mírate al espejo; ése es un sable muy rico: eso no es más que para Bebé, para el niño». Y Bebé, muy contento, volvió la cabeza adonde estaba Raúl, que lo miraba, miraba al sable, con los ojos más grandes que nunca, y con la cara muy triste, como si se fuera a morir: ¡oh, que sable tan feo, tan feo! ¡oh, qué tío tan malo!

En sesenta y ocho años no lo he visto nunca... Me parece que te has hartado de leer esos librotes que llaman novelas. ¡Cuánto mejor es no saber leer! Mírate en mi espejo. No conozco una letra... ni falta. Para mentiras, bastantes entran por las orejas... Pero acábame el cuento. Salimos con que sois hijos del Nuncio, con que una señorita principal os dio a criar, y desapareció...

Mírate en este espejo». Y le enseñó su doble fila de dientes, muy bien conservados para su edad. Isidora se aburría un poco. Mirando con tristeza a la calle, preguntó: «¿En dónde está trabajando Mariano? Yo quiero verle. Si la vecina no tiene que hacer y quiere guardarme la tienda, iremos allá. No es a la vuelta de la esquina; pero yo ando más que un molino de viento... ¡Señá Agustina!...».

Yendo aseada y limpia, limpia de alma y cuerpo, mírate al espejo sin cuidado; mírate cuando quieras; la mirada ingénua de la que obra bien llenará tu pecho de alegría.

Mírate en el cielo trasparente y allí verás tu imagen. Creerás que ves a los ángeles cuando te veas a ti misma.

Mírate en aquel espejo y doña Beatriz señalaba uno que estaba colgado enfrente, adornando la sala ; sería menester ser un estúpido para no comprender quién eres ; para pensar mal de ti al ver esa cara. Doña Beatriz dió en ella a su hermana una docena de sonoros besos, alzándose de su asiento y abrazándola. ¡Qué buena y qué loca eres! dijo Inesita.