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El sólo comprendía los jefes de Estado con uniforme, el pecho cubierto de condecoraciones, las dos manos en la empuñadura del sable y bajo sus ojos un ejército inmenso, pronto á pegar para imponer sus órdenes. ¡Y este señor de chaqué y sombrero de copa, con sus lentes y su sonrisa de clérigo letrado, era ahora el hombre en el que convergían las miradas de esperanza de medio mundo, el poder decisivo que unos deseaban atraerse y otros no querían irritar!...

Al cuello le colgaron, á modo de condecoraciones, la chapa de un kepis elegantísimo, una fosforera redonda que parecía reloj y el tapón de cristal de un frasquito de esencias. Las pajaritas tuvieron la buena ocurrencia de ponerle en la cintura, á guisa de espada ó daga, una lujosa plegadera de marfil.

La había encontrado en la calle dando el brazo á su esposo, que ya estaba restablecido de sus heridas. El ilustre Lacour contaba satisfecho la reconciliación del matrimonio. El ingeniero sólo había perdido un ojo. Ahora estaba al frente de su fábrica, requisada por el gobierno para la fabricación de obuses. Era capitán y ostentaba dos condecoraciones.

Sobre este traje brillaban como honoríficas condecoraciones algunas flores, amarillas, blancas, azules o encarnadas, prestas a embalsamar el ambiente con los suaves aromas que guardan en su corazón. La huerta era extensa, como pocas, dilatándose desde la plaza, donde se alzaba la casa de don Mariano, hasta el muelle, por un lado, y por el otro hasta las últimas casas del pueblo.

No tenia la manía de querer entender mas que los pentos en las artes, los quales los remuneraba con dádivas y condecoraciones, sin envidiar en secreto su habilidad. Por la noche divertia mucho al rey, y mas á la reyna. Decia el rey: ¡Qué gran ministro! y la reyna: ¡Qué amable ministro! y ambos añadian: Lástima fuera que le hubieran ahorcado.

Por fortuna, se había confinado en la literatura regional, y su inspiración no admitía otro ropaje que el del verso valenciano. Fuera de Valencia y sus pasadas glorias, sólo la Grecia merecía su admiración. Una vez al año le veía Ulises puesto de frac, con el pecho constelado de condecoraciones y una cigarra de oro en la solapa, distintivo de los felibres de Provenza.

Nunca el señor Desnoyers había marchado tan satisfecho por las calles de París como al lado de este mocetón con su capote de gloriosa vejez y el pecho realzado por dos condecoraciones: la Cruz de Guerra y la Medalla Militar. Era un héroe, y este héroe era su hijo. Las miradas simpáticas del público en los tranvías y en el ferrocarril subterráneo las aceptaba como un homenaje para ambos.

Con sus capotes adornados de condecoraciones, sus teatrales alquiceles, sus kepis y sus gorros africanos, esta muchedumbre heroica ofrecía sin embargo un aspecto lamentable. Muy pocos conservaban en ella la noble vertical, orgullo de la superioridad humana. Avanzaban encorvados, cojeando, arrastrándose, apoyados en un garrote ó en un brazo amigo.

Un retrato al óleo, de tamaño natural, llenaba todo un lado del despacho. El marqués aparecía en el lienzo de pie, vestido de frac, con todas sus condecoraciones, apoyando un codo en la chimenea de su salón y sosteniendo con la diestra mano su frente cejijunta cargada de pensamientos. Una obra maestra.

Asistido por uno de los capitanes, procedió á despojar á Martínez de sus adornos de gloria, después de colocarlo junto á la otra espada. Fué como una degradación. Le quitaron su kepis, luego las condecoraciones, el cordón rojo que pendía de su hombro, la correa avellanada que cruzaba su pecho, el cinturón del mismo color que oprimía su talle.