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Un retrato al óleo, de tamaño natural, llenaba todo un lado del despacho. El marqués aparecía en el lienzo de pie, vestido de frac, con todas sus condecoraciones, apoyando un codo en la chimenea de su salón y sosteniendo con la diestra mano su frente cejijunta cargada de pensamientos. Una obra maestra.

Era un paisaje cuya contemplación revelaba al alma sus excelsas relaciones con lo infinito. Sentose Pablo en el tronco de un nogal, apoyando su brazo izquierdo en el borde del estanque. Alzaba la derecha mano para coger las ramas que descendían hasta tocar su frente, por la cual pasaba a ratos, con el mover de las hojas, un rayo de sol.

Fortunata, en el primer movimiento de sorpresa y temor, había dado una vuelta y puéstose tras el sillón en que poco antes estaba sentada. Apoyando las manos en el respaldo, agachó el cuerpo y meneó las caderas como los tigres que van a dar el salto.

Se requeriría realmente un hombre inteligente para inventar una historia como ésa; y, además, la noche que vino a la taberna parecía más asustado que una liebre. Durante este discurso sin dilación, Silas había permanecido inmóvil en su primera actitud, apoyando los codos en las rodillas y oprimiéndose la cabeza entre las manos. El señor Macey se detuvo, no dudando que había sido escuchado.

No corriendo el dinero, la plaza está mal, no se vende nada, y el bracero que tanto chillaba dando vivas a la Constitución, no tiene qué comer. Total, que yo digo siempre: «Lógica, liberales» y de aquí no me saca nadie. «Este hombre tiene mucho talento» pensaba Rubín, apoyando con movimientos de cabeza la aseveración de aquel sujeto.

Vean, señores dijo falta de aliento y apoyando coquetamente su pequeña mano contra el costado, sin tener en cuenta nuestra confusión, que no encontraba palabras para expresarse, ni los extraños visajes de Yuba-Bill, cuyo rostro había caído en una expresión de extemporánea e imbécil alegría, vean, como estaba a más de dos millas de distancia cuando les vi pasar por la carretera, pensé que podían detenerse aquí, y he venido con la mayor prisa, sabiendo que no había en casa nadie más que Juan; no extrañen, pues, que haya llegado echando los bofes.

Isidora, sentada y apoyando la sien en el puño, parecía estar con su pensamiento en el más lejano de los mundos posibles. No le haré a usted compañía esta tarde, porque voy a comer con Frascuelo y el marqués de Torbiscón... Oigasté, Isidora, usted manda en mi casita, donde no faltará un roío pedazo de pan.

Jacobo creyó llegado el momento de dejar este tono humorístico, tan peculiar a los españoles hasta en los más graves asuntos, y se dispuso a entrar en materia; colocó los guantes que se había quitado sobre la mesa del secrétaire, y apoyando en ella ambos codos y dando vueltas al magnífico brillante que en uno de sus meñiques tenía, comenzó a decir mirando sus reflejos: Mira, María... Me alegro de tratar contigo este asunto mejor que con Elvira, porque eres una mujer de mundo y sabrás comprender mi situación y ponerte en mi caso... Elvira es un ángel... con alas de cisne; eres también un ángel, pero con alas de águila...

Y abrumado por la sorpresa, permaneció erguido, con los ojos desmesuradamente abiertos, apoyando su espalda en la pared, como si temiera desplomarse. Debió lanzar un suspiro; tal vez chocó con demasiada rudeza contra la pared. ¿Quién anda ahí? Y tras larga pausa, contestó a esta voz femenil otra de hombre en tono más bajo, pero que rasgó los oídos de Juanito: Será Miss, que juega.

Fortunata, que estaba sentada frente a la puerta aquella, levantose de golpe, quedándose yerta y muda. Jacinta no aparecía. Se oyeron tan sólo sus sollozos. Estaba sentada en una silla, apoyando la cabeza en la cama de la santa. Esta se fue a ella y le dijo: «Perdónala, querida mía, que no sabe lo que se dice». Y usted... añadió, saliendo a la puerta , bien comprenderá que debe retirarse.