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Chirriaban carretas en los caminos; bandas de muchachos correteaban por los campos ó daban cabriolas en las eras, pensando en las tortas de trigo nuevo, en la vida de abundancia y satisfacción que empezaba en las barracas al llenarse el granero; y hasta los viejos rocines mostraban los ojos alegres, marchando con mayor desembarazo, como fortalecidos por el olor de los montes de paja que, lentamente, como un río de oro, iban á deslizarse por sus pesebres en el curso del año.

Y todos los días, durante un siglo, chirriaban al amanecer las puertas del caserío vasco, del tapial pardo de Castilla, del casuchín morisco enjalbegado y oprimido en la calleja andaluza, de la corralada extremeña envuelta en olor de estiércol cerduno, y los mozos emprendían la marcha, ligeros de ropa y ágiles de piernas, cantando como los mancebos que encontraba Don Quijote en sus correrías, con una vieja espada al hombro a guisa de bordón de peregrino y pendiente de ella el hato de ropa con toda su fortuna: unas calzas nuevas, los gregüescos, dos camisas, un rosario, unos naipes gastados, lo más preciso para llegar a virrey o a marqués de título sonoro y exótico al otro lado del mar.

De pronto sonó el pito del contramaestre: había que cambiar la maniobra; doce hombres treparon con ímpetu por los palos para largar todas las velas y arrastraderas; las lonas, cuadradas y triangulares, se extendieron para coger el mayor viento, los anillos chirriaban, las vergas eran estiradas con fuerza; foques, petifoques, toda vela utilizable iba a ser aprovechada.

Allá a lo lejos se oía el perpetuo sollozo de la represa, y chirriaban los carros cargados de tallos de maíz o ramaje de pino. Nucha escuchaba con atención, apoyada la barba en la mano. De tiempo en tiempo su seno se alzaba para suspirar. No era la primera vez que observaba Julián, desde el parto, gran tristeza en la señorita.

En los caminos chirriaban los ejes de los carros balanceando sobre los baches sus montones de dorados frutos; sonaban en los grandes almacenes los cánticos de las muchachas encargadas de escoger y empapelar las naranjas; retumbaban los martillos sobre los cajones de madera, y en oleadas de tráfico salían hacia Francia e Inglaterra las hijas del Mediodía, aquellas cápsulas de piel de oro, repletas de dulce jugo que parecía miel del sol.

Una estrella nadaba con lácteo fulgor en la bruma suave del crepúsculo. Sonaban lentas y melancólicas las esquilas de invisibles rebaños; ladraban al borde del camino los perrillos de las huertas; chirriaban a lo lejos los carros; comenzaban a iluminarse las ventanas de las casas rústicas esparcidas en aquellas tierras de labor que alternaban con los solares.

Ya no era el capitán mercante siervo del destino, confiado á su buena suerte é incapaz de repeler un ataque. Las estaciones radiográficas velaban por él á lo largo de las costas, aconsejando cambios de rumbo para evitar al enemigo en acecho. Chirriaban los aparatos sosteniendo invisibles diálogos.

Encima de mi cabeza la vela se agitaba furiosa, como loca; las garruchas chirriaban, el mar se cortaba debajo de la punta aguda de lespolón, y cuchicheaba y parecía entretenerse en contar algo. A veces, la ola entraba sobre cubierta y me calaba por completo.

Zumbaban los insectos, ebrios de calor y vida; aleteaban los pájaros, poblando el follaje de estremecimientos y suspiros; chirriaban los primeros grillos, ocultos en la hierba. El campo parecía embellecerse para ocultar en sus espesuras las caricias del amor, para arrullar a las parejas con los perfumes y cantos de su vida exuberante.

Chirriaban las puertas al abrirse, veíanse bajo los emparrados figuras blancas que se desperezaban con las manos tras el cogote, mirando el iluminado horizonte. Quedaban de par en par los establos, vomitando hacia la ciudad las vacas de leche, los rebaños de cabras, los caballejos de los estercoleros.