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La ciudad era la urbe del tiempo romano, rodeada de leguas y más leguas de terreno, sin un pueblo, sin una aldea; sin otras aglomeraciones de vida que los cortijos, con sus siervos del jornal, mercenarios de la miseria, que se veían reemplazados apenas los debilitaba la vejez o la fatiga; más tristes que el antiguo esclavo, que al menos veía seguros hasta su muerte el techo y el pan.

Desde aquella altura abarcaba la vista toda la tierra de las Encartaciones y además el abra de Bilbao, la ría, Portugalete. Los pueblos aglomerados en las orillas del Nervión, parecían formar una sola urbe. En último término, entre montañas, se adivinaba la villa heroica é industriosa: el humo de las fundiciones y fábricas se confundía con el cielo plomizo.

Además, carecía por completo del sentimiento de la medida, inclinándose á la exageración para aumentar ó disminuir las cosas. Unas veces hablaba de su ciudad como de una urbe igual á Londres ó Nueva York. Otras veces la compadecía cual si fuese una aldea. Las personas pasaban á ser en su apreciación semidioses ó monstruos; nada guardaba para él sus proporciones regulares: ni seres ni objetos.

Por la zapatería caían de visita, periódicamente, Pedro Barquín, el cura Chapaprieta, el magistrado don Hermenegildo Asiniego, y otros claros varones de la urbe. El señor Novillo acudía a diario al establecimiento y se dilataba allí varias horas, gran parte del tiempo en el umbral, mirando con disimulo, rendimiento y rubor al balcón florido y pajarero de Felicita Quemada.

Tenían las horas contadas para visitar la ciudad, y el retraso del buque en acercarse al muelle era acogido por algunas mujeres con pataleos de impaciencia, como si temiesen no desembarcar a tiempo y que la mágica urbe de belleza tropical se desvaneciese de pronto. Así como el trasatlántico avanzaba tierra adentro, cada vez con mayor lentitud, hacíase sentir un calor húmedo, asfixiante.

Llegar a la India, ponerse en contacto con sus riquezas, apoderarse de sus pedrerías y sus especias de exótico perfume, entrar en la ciudad de Quinsay, urbe monstruosa de treinta y cinco leguas de ámbito con «doscientos puentes de mármol, sobre gruesas columnas de extraña magnificencia», fue el ensueño con que empezó su vida el siglo XV, para no finalizar hasta haberlo realizado.

Las cumbres de las colinas inmediatas al río estaban ocupadas por mudas poblaciones entre cuyos edificios blancos surgían agudos grupos de cipreses. Y en el lado opuesto de la gran urbe existían igualmente otros campamentos de silencio y olvido. La ciudad vivía entre un apretado cordón de fuertes de la Nada.

Se acordó de las innobles industrias establecidas con profusión en la gran urbe inmigratoria por extranjeros ávidos de ganancia; de la trata de mujeres, que extendía desde allí su reclutamiento a diversos países de Europa. La antigua «madre» de la mancebía clásica había sido sustituida por hombres de negocios que comerciaban en carne humana.

Marchaban de un modo absurdo, como si aborreciesen la línea recta, en zigzag, en curvas, en ángulos. Otros senderos no menos complicados partían de esta zanja, que era la avenida central de una inmensa urbe subterránea. Caminaban... caminaban. Transcurrió un cuarto de hora, media hora, una hora entera.

Intentaba vencer la resistencia de Ojeda con los recuerdos de aquella capital, en la que había transcurrido lo mejor de su vida. Ella no conocía París. Su padre se había negado siempre a llevar su familia a esta ciudad. Se enfurecía el señor Kasper, como un profeta bíblico, al hablar de la moderna Babilonia, urbe corrompida, inventora de malas costumbres... ¡Ay, Berlín!