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Únicamente los zagales y los gañanes en toda la pujanza de su juventud, le metían la cuchara en las mañanas de invierno, engulléndose este refresco, mientras el vientecillo frío les hería las espaldas. Los hombres maduros, los veteranos del trabajo, con el estómago quebrantado por largos años de esta alimentación, manteníanse a distancia, rumiando un mendrugo seco.

Ya se aplacarán los humos de esta buena gente dijo Santorcaz, apartando de escudilla y cuchara . Cuando se organicen bien los cuerpos de ejército y venga el Emperador en persona a dirigir la guerra, España no podrá menos de someterse; y esto, que es la pura verdad, lo digo aquí para entre los tres, de modo que no lo oigan nuestras camisas.

Bebí un gran vaso de un vino rubio, claro, que cayó gorgoteando dentro de mi estómago vacío. «De esta manera no voy a llegar nunca al grado de ternura que quiero», me dije, buscando inútilmente el Jerez con los ojos. Entonces me sacudí: Come, pues, alguna cosa le dije. Y me sentí en la gloria por haber pronunciado esa frase. Ella se inclinó y se introdujo la cuchara en la boca...

Y añadió melancólicamente: No estaría yo aquí si viviese el marqués de San Dionisio, aquel señó tan resalao que jué el padrino de mi pobresito José María. Y señalaba a Alcaparrón, que abandonó su cuchara para erguirse con cierto orgullo al oír el nombre de su padrino, el cual, según afirmaba Zarandilla, había sido algo más para él.

Al entrar el archipámpano, saludó galantemente a la concurrencia, y dirigiose a la elevada escalinata, donde le aguardaba Su Santidad para imponerle las insignias de su grado: la cuchara de boj amarillo y la sotana de color de azafrán.

El modo de cargar las piezas con pólvora á granel introducida con cuchara, se indica en la siguiente Cédula real, que recomienda la sustitución en las Indias de la artillería de hierro forjado por la de bronce . «El Rey. Comendador mayor, nuestro veedor general de la nuestra Artillería.

En una vasija se mezclan la sal con la harina, los huevos, la levadura y la leche; se revuelve todo con una cuchara de madera, y cuando la masa está bien hecha, se cubre con un paño y se pone en sitio caliente hora y media o dos, después se agrega el agua.

Era Sabel la reina de aquella pequeña corte: sofocada por la llama, con los brazos arremangados, los ojos húmedos, recibía el incienso de las adulaciones, hundía el cucharón de hierro en el pote, llenaba cuencos de caldo, y al punto una mujer desaparecía del círculo, refugiábase en la esquina o en un banco, donde se la oía mascar ansiosamente, soplar el hirviente bodrio y lengüetear contra la cuchara.

Diógenes, por el contrario, vivía en una modesta maison meublée, y sentábase de diario a la primera mesa que hallaba puesta, sin esperar a que le invitasen, por cierta especie de derecho de cuchara que garantía su poquísima vergüenza, por una tradición constante que la inveterada costumbre había convertido en ley escrita en las pandectas de la capigorronería madrileña.

Pero La Edad de Oro se parece a la niñita del cuento, porque siempre quiere escribir para sus amigos los niños más de lo que cabe en el papel, que es como querer coger la luna. ¿No les ofreció la Historia de la Cuchara, el Tenedor y el Cuchillo para este número? Pues no cupo. Ni otras muchas cosas más que les tenía escritas. Así es la vida, que no cabe en ella todo el bien que pudiera uno hacer.