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Estos dos pormenores me hirieron como notas agudas en los segundos de suspensión y silencio a que nos indujo la sorpresa: la aureola radiante y los pies sangrientos. Pasen ustedes; pase usted particularizó, dirigiéndose a . Obedecí, no recobrado aún de la sensación humillante . Siéntese usted me instó. Quise disculparme y salir.

Balbuceó algunas palabras, pero con tanta dificultad de sus labios resecos, que nada . Su intención era tan inequívoca que le tomé la mano, Siéntese ahí murmuró. Luis María corrió el sillón hacia la cama y me senté.

Señorita... articuló el capellán, no menos alterado , no esté de pie, no esté de pie.... Siéntese en este banquito.... Hablemos con tranquilidad.... Ya conozco que tiene disgustos, señorita.... Se necesita paciencia, prudencia.... Cálmese.... Nucha se dejó caer en el banco. Respiraba fatigosamente, como persona en quien se cumplen mal las funciones pulmonares.

En las landas, detrás de los pinos, los simples y las hierbas un poco fuertes que huella usted, la prodigan su fragancia, no sosa y embriagadora como la que despide la peligrosa rosa, sino agradablemente amarga. Siéntese usted en medio é imítelos, abrigándose en ese suave repliegue que forma el terreno. ¿No se diría que nos encontramos á cien leguas del mar?

Siéntese, pater, y cálmese y escancie otra copita, que Fray Diego de Areces no es más que un cazuela. El capellán se serenó repentinamente, vertió delicadamente el licor en las dos copas y apuró la suya con deleite, después de lo cual dejó caer la cabeza sobre el pecho, los párpados se le bajaron y se puso a dormitar.

Yo le he visto á usted, le he visto salir como un ladrón de la casa en que Clara estaba recogida. Usted ha entrado allí por ella, ha entrado llamado tal vez por ella. ¡Oh, no! exclamó Claudio, interrumpiéndole. Siéntese usted; hablemos con calma. No anticipe usted juicios temerarios. Yo los voy á desvanecer. Hable usted.

Siéntese usted, joven. Está usted en su casa: ya sabe que le considero como de la familia. Y el senador don Gaspar Jiménez acariciaba a Maltrana con aquellas palmaditas protectoras que enorgullecían al joven. Estaba en el despacho del personaje, habitación amueblada con la severidad que correspondía a un hombre de su importancia y su seso. Las sillas eran de cuero, las paredes obscuras.

Si antes no descubren la substitución indiqué. ¡Y si la descubren, yo me encargo de mandar a Miguel el Negro a los profundos infiernos antes de que me toque el turno, como hay Dios! exclamó Sarto. Siéntese usted en esa silla, joven.

Adelante, mi querido amigo dijo el doctor Eneene, la pluma en alto, siéntese; un momento y ya acabo. ¿Qué tal va esa salud? ¿y el espíritu? mal, ¿eh? ¡caramba! no me lo diga usted.

La luz de dos quinqués que ardían sobre una mesa debajo de los arcos y las bujías del piano no llegaban a esclarecer enteramente el centro, donde las sombras se espesaban, gracias al follaje de los arbustos. Siéntese usted bien, Sanjurjo me dijo, llamándome ya por mi nombre. Yo, sin comprender por qué estaba mal sentado, hice un movimiento y seguí en la misma posición.