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El órgano desgarrador y tempestuoso había sido reemplazado por el armónium; en vez de los santos negruzcos y horripilantes de la antigua devoción española veíanse imágenes sonrientes de fresco charolado, correctas y distinguidas cual corresponde á un culto de personas decentes; las lámparas de luz eléctrica, en gran profusión, sustituían á los cirios humosos que con su olor de cera daban mareos á las señoras.

Además, el joven concejal cargaba de perfumes no tan sólo el pañuelo y la barba, sino toda su ropa, de suerte que a los diez metros aún trascendía y de cerca producía mareos. Pues bien, después de examinadas detenidamente, no hemos hallado en las ideas de su venerado maestro nada que justifique esta censurable tendencia.

Comer... ¡menos que un pájaro! Me mantengo con un cacho de pan así, y ustedes perdonen el modo de señalar. Es malo comer: el pan quita sitio a la bebida. Además, da mareos y hace que a uno se le revuelvan las tripas, y arroje y repuzne a los demás por su cogorza indecente... A me mantiene el vino... ¡Viva el negro!... ¡y el blanco también! Esta es la mejor de las boticas.

Dos preocupaciones cayeron después sobre el ánimo encogido de Bonifacio: la una era una gran tristeza, la otra una molestia constante. Del mal parto de su mujer nacían ambas. La tristeza consistía en el desencanto de no tener un hijo; la molestia perpetua, invasora, dominante, provenía de los achaques de su mujer. Emma había perdido el estómago, y Bonifacio la tranquilidad, su musa. El carácter caprichoso, versátil de la hija de D. Diego, adquirió determinadas líneas, una fijeza de elementos que hasta entonces en vano se pretendía buscar en él; ya no fue mudable aquel ánimo, no iba y venía aquella voluntad avasalladora, pero insegura, de cien en cien propósitos. Emma, con una seriedad extraña en ella, se decidió a ser de por vida una mujer insoportable, el tormento de su marido. Si para el mundo entero fue en adelante seca, huraña, la flor de sus enojos la reservó para la intimidad de la alcoba. Molestaba a su esposo como quien cumple una sentencia de lo Alto. En aquella persecución incesante había algo del celo religioso. Todo lo que le sucedía a ella, aquel perder las carnes y la esbeltez, aquellas arrugas, aquel abultar de los pómulos que la horrorizaba haciéndola pensar en la calavera que llevaba debajo del pellejo pálido y empañado, aquel desgano tenaz, aquellos insomnios, aquellos mareos, aquellas irregularidades aterradoras de los fenómenos periódicos de su sexo, eran otros tantos crímenes que debían atormentar con feroces remordimientos la conciencia del mísero Bonifacio. «¿No lo comprendía él así?». No. Su imaginación no llegaba tan lejos como quería su mujer.

Tenía escalofríos, dolor de cabeza y ganas de bostezar a cada momento. Conociole doña Lupe en la cara la desazón, y le preguntó con gran interés: «¿Tienes ascos, mareos...?». No lo que tengo; pero me acostaría de buena gana.

Y echado sobre las almohadas, miraba pálido las dos tarjetas, que le sacaban la lengua sobre la mesa de noche, diciendo una: Rocchio, y la otra: Portas, y las letras negras de estos dos nombres bailaban sobre la cartulina, dándole mareos. Media hora después, vino la tarjeta número 3, y de la mano temblona de don Bernardino pasó al lugar de las otras.

El estómago, no tanto: lo peor es la gran debilidad que siento en todo mi organismo desde hace tres o cuatro meses. Una carencia absoluta de fuerzas. En cuanto subo cuatro escaleras, me fatigo. No puedo levantar el peso más insignificante... ¿Ha tenido usted algún síncope, o siente usted mareos de cabeza? Mareos, , señor; pero nunca he llegado a perder el sentido.

He de volver allá... Es preciso que tengas paciencia... ¿pues qué te crees?». El pobre chico no veía las santas horas de que llegase el día para saber por ella pormenores de la conferencia. Fortunata le vio entrar sobre las diez, pálido como la cera, convaleciente de la jaqueca, que le dejaba mareos, aturdimiento y fatiga general.

Ahora me dan... estos mareos... Todos tenemos nuestras debilidades, hija... ¡Miseria humana! He contraído un pequeño vicio; pero no ha sido por relajación, no; ha sido por tristeza, por la fuerza de mis desgracias sin número. Creo que me comprenderás». Isidora, en efecto, no comprendía nada.

Sus frases nos sumergen en la meditación y el ensueño; nos llevan lejos, lejos, más allá de todos los horizontes visibles. Bueno; yo no expresar bien esto, pues pertenece a honduras de la vida en cuyos bordes mi pobre cabecita sufre vértigos y mareos.