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Dejemos a estos caballeros en su figón almorzando y descansando, que sin dineros pedían las pajaritas que andaban volando por el aire y al fénix empanado , y volvamos a nuestro astrólogo regoldano y nigromante enjerto, que se había vestido con algún cuidado de haber sentido pasos en el desván la noche antes, y, subiendo a él, halló las ruinas que había dejado su familiar en los pedazos de la redoma, y mojados sus papeles, y el tal Espíritu ausente; y viendo el estrago y la falta de su Demoñuelo, comenzó a mesarse las barbas y los cabellos, y a romper sus vestiduras , como rey a lo antiguo.

»Pero el conde de Pópoli repliqué, declaró, al morir, que había sucumbido lealmente, y en un combate donde su honor no había sido empañado.

El pobre Obispo apenas si se movía: únicamente su pecho continuaba agitándose con penoso estertor. Sus labios tomaban un tinte violáceo; sus ojos casi cerrados dejaban entrever un globo empañado ó inmóvil. Eran unos ojos que ya no miraban, y su morena carita parecía ennegrecida por misteriosa lobreguez, como si sobre ella proyectasen su sombra las alas de la muerte.

En la iglesia, vacía y desnuda, todavía quedaban bastantes restos de magnificencia para poder graduar toda la que se había perdido. Aquel dorado altar mayor, tan brillante cuando reflejaba la luz de los cirios que encendía la devoción de los fieles, estaba empañado por el polvo del olvido.

Llevaba éste en la mano un maletín, que dejó caer a su lado, sobre los cojines. Cerrando la portezuela, sentose en un ángulo, pegada la frente al vidrio, frío como el hielo y empañado por el rocío de la noche. No se veía más que la negrura exterior, que apenas contrastaba la confusa penumbra del andén, el farolillo del guarda que lo recorría, y los mustios reverberos aquí y allí esparcidos.

Su última sonrisa se había inmovilizado, convirtiéndose en una mueca fría y lúgubre. Ra-Ra levantó uno de los brazos de su amada, y el brazo volvió á caer con la inercia de la muerte. Entreabrió sus párpados, y sólo pudo encontrar un globo vidrioso y empañado, del que había huído toda luz. ¡Ha muerto, gentleman! gritó llorando como un niño.

La pobre anciana parecía irse consumiendo como haz de leña seca y menuda, abrasada por un fuego invisible. Su cuerpo endeble, pequeñuelo, e inmóvil, apenas formaba bulto bajo las ropas del lecho; la respiración era tan débil que casi no hubiera empañado la superficie de un espejo. Marcelo continuaba orando.

Imaginaos aquella amplia cocina con la gente a punto de acabar sus tareas, antes de marcharse a acostar; el enorme puchero negro, lleno de remolacha y patatas destinadas al ganado, humeando sobre un inmenso fuego de leña que se consumía formando tulipanes de oro y púrpura; los platos, las escudillas y las soperas reluciendo como soles en el vasar; las ristras de ajos y de cebollas bermejas colgadas en hilera de las obscuras vigas del techo, entre los jamones y las lonjas de tocino; Juana, con su papalina azul y su faldilla roja, agitando lo que contenía el puchero con un cucharón de madera; los jaulones de mimbres, en los que cacarean las gallinas con el rubio gallo, que pasa la cabeza entre los barrotes y mira la llama con ojo interrogante y la cresta caída encima de la oreja; el dogo Michel, de cabeza aplastada e hinchados carrillos, husmeando una escudilla olvidada; Dubourg, bajando la obscura escalera que cruje, a la izquierda, inclinado hacia adelante, con un saco sobre el hombro y el brazo arqueado, apoyado en la cadera, mientras que fuera, en medio de la negra noche, el anciano Duchêne, de pie en el carro, levanta la linterna y grita: «Este hace quince, Dubourg; faltan todavía dosTambién se ven, colgados de la pared, una liebre vieja y rubia, traída por el cazador Heinrich para venderla en el mercado, y un hermoso gallo, cuyas plumas tenían visos verdes y rojos, con el ojo empañado y una gota de sangre en la punta del pico.

Pero tan poco favorable era la atmósfera de la Aduana para el cultivo de las delicadas producciones del espíritu, que si yo hubiera permanecido allí cuarenta años, dudo mucho que la historia de LA LETRA ESCARLATA hubiese visto jamás la luz pública. Mi cerebro se había convertido en un espejo empañado que no reflejaba las figuras con que trataba de poblarlo, ó si lo hacía era vaga y confusamente.

Como las notas de una dulce y melancólica música que llega notando en las alas de la noche y del silencio, y que más bien sentimos que oímos; como la suave exhalación de la violeta que fenece sobre el sentido que hechiza; como el copo de nieve que se disuelve en el aire antes que lo haya empañado la tierra; como la ligera marea separada de la fuerte ola que una ráfaga la destruye, tal era su naturaleza, rebosante de esa modestia, gracia y ternura, sin las cuales una mujer no es mujer.