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El la puso con sólo un simple... ¡y ése fuí yo! Un faldellín he de hacerme de bayeta de temblor, con un letrero que diga: ¡misericordia, Señor! Como esto no pudo pintarse a humo de pajas, sino para conmemorar algún suceso, dime a averiguarlo, y he aquí la tradición que sobre el particular me ha referido un religioso. Don Juan de Andueza era todo lo que hay que ser de tarambana y mozo tigre.

Allí estaba la roca Valencia, enorme ascua de oro, brillante y luminosa desde la plataforma hasta el casco de la austera matrona que simboliza la gloria de la ciudad; y después, erguidos sobre los pedestales los santos patronos de las otras rocas: San Vicente, con el índice imperioso, afirmando la unidad de Dios; San Miguel, con la espada en alto, enfurecido, amenazando al diablo sin decidirse a pegarle; la Fe, pobre ciega, ofreciendo el cáliz donde se bebe la calma del anulamiento; el Padre Eterno, con sus barbas de lino, mirando con torvo ceño a Adán y Eva, ligeritos de ropa como si presintiesen el verano, sin otra salvaguardia del pudor que el faldellín de hojas; la Virgen, con la vestidura azul y blanca, el pelo suelto, la mirada en el cielo y las manos sobre el pecho; y al final, lo grotesco, lo estrambótico, la bufonada, fiel remedo de la simpatía con que en pasadas épocas se trataban las cosas del infierno, la roca Diablera; Pintón coronado de verdes culebrones, con la roja horquilla en la diestra, y a sus pies, asomando entre guirnaldas de llamas y serpientes, los Pecados capitales, horribles carátulas con lacias y apolilladas greñas, que asustaban a los chicuelos y hacían reír a los grandes.

Pero casi todas, para no romper enteramente con la majestuosa tradición, habían añadido al faldellín de moda una cola estrecha y aguda como una lengua, que seguía sus pasos. Una dama salió al encuentro de Lubimoff, y éste tardó en reconocerla. ¡Hacía tantos años que no había visto á Alicia vestida de soirée!

La una sacude en el balcon, sobre la calle, un viejo tapete, una sábana ó un faldellin de lana, si no un cuero de oveja de indescriptible aplicacion; la otra desenrolla una estera...imposible. Esa cuelga una crinolina al aire, como farol; aquella pone en exposicion artística un colchon ó algo peor.

Pero veis cómo el piadoso cielo socorre en las mayores necesidades, pues llega don Gaiferos, y, sin mirar si se rasgará o no el rico faldellín, ase della, y mal su grado la hace bajar al suelo, y luego, de un brinco, la pone sobre las ancas de su caballo, a horcajadas como hombre, y la manda que se tenga fuertemente y le eche los brazos por las espaldas, de modo que los cruce en el pecho, porque no se caiga, a causa que no estaba la señora Melisendra acostumbrada a semejantes caballerías.

Las mujeres iban cubiertas con un largo manto negro, igual al de las chilenas; los hombres con un poncho amarillento y ancho sombrero, duro y rígido como si fuese un casco. Todos se conmovían, hasta llorar, viendo entre las nubes de incienso de los sacerdotes y las bayonetas de los soldados al Cristo prodigioso clavado en la cruz, sin más vestido que un hueco faldellín de terciopelo.

Por fin, vestida de amarillento brocado que los toques de plata y las rojizas labores asemejaban a una tela de casulla, el cabello rizado con primor por debajo de la toca de plumas y terciopelo, levantada por el corcho de los chapines, enjoyada como una Milagrosa, aliñada, abullonada, crujiente, comenzó a pasearse por la habitación, mirando, por encima de su hombro, las cenefas de la nacarada basquiña y la pompa del faldellín.

Medrosa por la ocasión y medio rendida ante la idea del amor, fijaba de cuando en cuando la mirada en Juan, cual si pretendiese adivinarle los pensamientos; otras veces dirigía la vista hacia el faldellín y botas de raso, que simbolizaban su peligrosa vida artística, y luego desviaba con desdén los ojos.

En los del hombre no descubría presagio de infortunio; antes al contrario, estaban expresivos, atrayentes, llenos de promesas dulcísimas. En cambio ¡hay momentos en que las cosas hablan! el faldellín y las botas de raso parecían augurar más sinsabores que el coro de la tragedia antigua. Un reloj de cuco que había en el pasillo inmediato, dio pausadamente las tres de la madrugada.

Isidora contestó con tristeza que su tío el Canónigo no era hombre de muchas liberalidades. Después la Sanguijuelera observó con malicia el rostro y talle de la joven, diciéndole: «Pero estás guapa. Pues no lo parecías... Cuando niña tenías un empaque... Me acuerdo de verte en aquella casa..., ¡qué casa!... Era la jaula del león..., pues andabas por allí en pernetas con un mal faldellín.