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El más antiguo en la casa era un joven moreno, casi cobrizo, pequeño de cuerpo, con luengas y lacias melenas. Teófilo Spadoni, famoso pianista, hijo de italianos esto era indiscutible , pero nacido, según él, unas veces en el Cairo, otras en Atenas ó en Constantinopla, en todas las ciudades adonde había emigrado su padre, pobre sastre napolitano.

Muchachas flacas, de lacias faldas y pelo cargado de aceite, cruzaban las manos sobre el hundido vientre, y fijando sus ojos en los de la gran señora, cantaban con un hilillo de voz las angustias de la madre al ver a su hijo chorreando sangre y tropezando en las piedras bajo el peso de la cruz.

Allí estaba la roca Valencia, enorme ascua de oro, brillante y luminosa desde la plataforma hasta el casco de la austera matrona que simboliza la gloria de la ciudad; y después, erguidos sobre los pedestales los santos patronos de las otras rocas: San Vicente, con el índice imperioso, afirmando la unidad de Dios; San Miguel, con la espada en alto, enfurecido, amenazando al diablo sin decidirse a pegarle; la Fe, pobre ciega, ofreciendo el cáliz donde se bebe la calma del anulamiento; el Padre Eterno, con sus barbas de lino, mirando con torvo ceño a Adán y Eva, ligeritos de ropa como si presintiesen el verano, sin otra salvaguardia del pudor que el faldellín de hojas; la Virgen, con la vestidura azul y blanca, el pelo suelto, la mirada en el cielo y las manos sobre el pecho; y al final, lo grotesco, lo estrambótico, la bufonada, fiel remedo de la simpatía con que en pasadas épocas se trataban las cosas del infierno, la roca Diablera; Pintón coronado de verdes culebrones, con la roja horquilla en la diestra, y a sus pies, asomando entre guirnaldas de llamas y serpientes, los Pecados capitales, horribles carátulas con lacias y apolilladas greñas, que asustaban a los chicuelos y hacían reír a los grandes.

Al invadir las sombras su nueva habitación, la muchacha experimentó el terror de lo desconocido. La daban miedo los libros en sus vetustas estanterías; pensaba con pavor en cierto Cristo ensangrentado, con lacias melenas, que el señor Vicente tenía en la pieza inmediata. Se había refugiado en la escalera y aguardaba impaciente la llegada de Isidro.

Sentía el ansia de ver mundo, de estudiar por mismo las miserias sociales y las fuerzas de que disponían los desheredados para su gran transformación. Además, veíase molestado por la vigilancia de la policía francesa, a causa de sus íntimas relaciones con los estudiantes rusos del Barrio Latino, jóvenes de mirada fría y lacias melenas, que osaban implantar en París las venganzas del nihilismo.

A nosotros mismos, a pesar de seguir nuestra jornada, marchando sobre espinas y entre sombras la vida nos es grata. Nada tememos más sino la muerte... ¿Y si tuvieran esas flores alma? ¡Quién sabe si sintieran asimismo temor de verse lacias! No; déjalas vivir. Que vivan siempre en su palacio de hojas y de ramas; que las encuentre allí la mariposa, su eterna enamorada;

Lo uno es más fácil, y es campo abierto a todos; lo otro es para pocos, y quien lo alcanza se acerca a las primitivas y sagradas fuentes de la poesía humana, crecida y arrullada con los halagos de la madre Naturaleza; y con verlo todo más sencillo, lo ve más próximo a su raíz, más íntegro y más hermoso, y se levanta enormemente sobre todo este conjunto de estériles complicaciones, de interiores ahumados, de figuras lacias, de sentimientos retorcidos y de psicologías pueriles, de que vive en gran parte la novela moderna.

Dentro de ella cabalgaban sobre caballos en pelo los guerreros de la horda indígena en insolente avance sobre los núcleos de civilización pastoril enclavados audazmente en el desierto. Eran demonios cobrizos, de lacias y aceitosas melenas sujetas por una cinta, ávidos de aumentar con nuevas vacas y hembras blancas la fortuna de bestias y esclavas que guardaban en sus tolderías.

En esta posición el barco, las velas, deshinchadas y lacias, comenzaron a restallar, con tal estrépito, que asustó a Bermúdez y sorprendió a su hija. Pasen ustedes ahora a este otro lado les dijo Leto, señalándoles el frontero al que ocupaban en el pozo. Así lo hicieron, y con mucho cuidado para no dar con la cabeza en la botavara.

Vestían con elegante atildamiento; seguían las modas en sus mayores exageraciones. Las lacias melenas brillantes de pomada eran la única revelación de sus entusiasmos literarios. Cuerpo de dandy y cabeza de artista dijo uno de ellos a Isidro, resumiendo así los cánones de su indumentaria. El silencio de admiración con que el joven les escuchaba despertó cierta simpatía en favor suyo.